Hoy os voy a transcribir un texto de un escritor al que no sigo mucho, pero que ha escrito recientemente un artículo que enlaza extrañamente con mi reciente experiencia en el Metro.

Pérez-Reverte adopta habitualmente en sus artículos la figura, tan típicamente española, de gruñón airado, de tal manera que a menudo todos sus artículos podrían resumirse en la frase: «no entiendo cómo la gente es tan imbécil».

En cualquier caso, y como le ocurre a muchos famosos, Pérez-Reverte ya es de alguna manera esclavo del personaje un poco energúmeno, y en cierto sentido entrañable, que ha creado, que no es otro que una de las facetas del escritor mismo, y sus fans no aguantarían que de repente sus artículos desprendieran tolerancia, moderación y sensatez en vez de esa chulería tan castiza.

Y sin embargo, este artículo es triste, triste como el panorama vital de muchos españoles, desesperanzado y sin ira, como si el señor Pérez-Reverte se hubiera cansado ya de enfadarse por todo ya sólo le quedara el abatimiento por tantas situaciones que nunca cambian.

Situaciones como la de las personas que se quieren dedicar a la música en España, personas que dan años y años de su vida a una disciplina que finalmente apenas les da para malvivir. Tristeza porque  el talento para patear un balón te haga rico, pero el talento para crear belleza no te sirva más que para algún gesto de aprecio, de vez en cuando.

Sin más, os dejo con su artículo, ilustrado con actuaciones de algunos violinistas callejeros (o no tan callejeros).

Este no es un violinista cualquiera, es (o eso creo) Artion Shiskov en una calle de París.

 

Paseo por una calle del Madrid viejo, y al doblar una esquina encuentro a un joven que toca el violín. Lo hace muy bien, interpretando una melodía que desconozco -excepto en un par de registros, mis conocimientos musicales son limitados- pero que me conmueve hasta el punto de hacer que me detenga un poco más allá, escuchando. Y no sólo me conmueve la música. La soledad del joven en esta calle poco transitada, su expresión mientras desliza el arco sobre las cuerdas, la funda del violín que, a sus pies, muestra unas pocas monedas, también me producen una sensación triste. Melancólica.

 

Un violinista en Madrid, interpretando ese maravilloso tema que es Hallelujah, de Leonard Cohen.

 

Desde unos pasos de distancia, lo observo con atención. Sorprende, sobre todo, que parezca español, pues la mayor parte de los músicos callejeros que veo en el centro de Madrid -mariachis, acordeonistas, incluso la orquesta de jazz que suele tocar cerca del hotel Palace- son extranjeros, y en su mayor parte proceden de países del este de Europa. Pero éste parece de aquí, y lo confirmo cuando vuelvo sobre mis pasos, me inclino y pongo sobre la funda del violín un billete de cinco euros. «Gracias», le digo. Y él, sin dejar de tocar, sonríe y responde en perfecto español nativo: «No, por favor. Gracias a usted».

 

El Canon de Pachelbel es uno de los temas más interpretados por artistas callejeros. Esta actuación fue en Munich.

 

Me alejo calle arriba, dejando atrás la música hasta que se apaga a mi espalda. Pensando, sombrío, en ese joven violinista. El encuentro tenía que haberme alegrado la mañana, me digo. Esa música tan bella. Pero lo cierto es que me ha entristecido. Mucho. Me hace sentir como en otro tiempo, con aquella gente con la que me cruzaba en lugares inciertos: caminando hacia ninguna parte con sus críos y lo poco que habían podido salvar de sus casas destruidas, mientras me preguntaba qué azarosos caminos los habían llevado hasta allí. La felicidad que tal vez dejaban atrás, la pesadumbre de su presente. Y aquellas miradas turbias de fatiga y desesperación. De miedo al futuro. El joven del violín tenía la misma mirada. O quizá, concluyo, soy yo quien la tiene impresa, indeleble, de otros tiempos y lugares que en el fondo siempre y de alguna forma son los mismos, y me limito a aplicársela a ese joven. A enfocarlo con ella, incómodo botín de vida, a él y a su conmovedor violín. A transferirle mis propios fantasmas.

 

Este parece Josh Vietti, últimamente a muchos violinistas reconocidos parece gustarles actuar en la calle para ganar visitas en youtube.

 

Recuerdo algo que leí hace poco. Una carta que alguien me hizo llegar: un padre de una muchacha que estudia música. Vulgar historia, como tantas otras diversas y tan parecidas entre sí, de jóvenes nacidos en el tiempo equivocado; en el país inadecuado, lleno de trabas burocráticas, de zancadillas oficiales, de vilezas corporativas, de desidia y de contumaz ignorancia. La historia de siempre: ciencia, cultura. Música. Desdén y olvido. Aquel padre se lamentaba de la situación de la música en España: desinterés oficial, aberraciones académicas, sálvese quien pueda, chiringuitos provinciales minoritarios, taifas de músicos locales que se buscan la vida repartiéndose entre ellos, casi en privado, lo poco que cae. Y esa chica o muchacho brillantes, con ganas y talento -el que acabo de encontrar tocando el violín podría ser uno de ellos-, que tal vez destacó en los estudios, que ha dado humildes conciertos o estrenado pequeños logros en una ciudad, la suya, donde los críticos locales y quienes tienen en sus manos los resortes del asunto ni se molestaron en asistir; y que, luchando por abrirse paso, se presenta a certámenes, gana pequeños premios que no sirven para comer ni para seguir adelante, se esfuerza por conseguir esa beca que, cuando existe, nunca le dan, y acaba quedándose en su casa, tocando para su familia y sus amigos mientras termina los estudios en el conservatorio; consciente de que si su instrumento es orquestal, flauta o violín por ejemplo, tal vez consiga formar parte de algún grupo de jóvenes o no tan jóvenes que toquen por amor al arte, o casi. Sabiendo que su máximo triunfo, si lo acompaña la suerte, será llegar a profesional de la música como profesor de grado elemental o de piano, en el mejor de los casos, en un conservatorio donde podrá formar a chicos con talento y ganas que acabarán tan frustrados y amargos como él. En cuanto a lo otro, la posibilidad de llegar a donde debería y a donde puede, a concertista, compositor o director de orquesta, sólo le quedará un camino: coger su instrumento, hacer la maleta y largarse -si es que aún está a tiempo y puede- de esta tierra suicidamente inculta, enferma de sí misma y sin futuro. Intentarlo fuera, lejos, como tantos otros, si no quiere convertirse en el joven que toca el violín en una calle solitaria de Madrid, transmitiendo, a quienes escuchen con un mínimo de lucidez su bellísima melodía, menos placer que tristeza.

 

Algunos van muy equipados.

Espero que no le importe al Sr. Pérez-Reverte que haya transcrito sus palabras. La fuente original, aquí.