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Mario Delgado A p a ra n

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La balada de Johnny Sosa

EDICIONES DE LA BANDA ORIENTAL

LA B A LA D A DE JO H N N Y SO SA

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MARIO DELGADO APARAIN

LA BALADA DE JOHNNY SOSA


PROLOGO DE WASHINGTON BENAVIDEZ

Ediciones de la Banda Oriental


Ediciones de la Banda Oriental Gaboto 1582 - Tel. 48.32.06 11.200 - Montevideo - Uruguay Queda hecho el depsito que marca la ley Impreso en Uruguay - 1991

PROLOGO Sobre un cuento antiguo y un relato nuevo

Entre los cuatro o cinco nombres de excelentes narradores surgidos en los difciles aos 70 de nuestro pas, figurar, sin du da, el de Mario Delgado Aparan. Este floridense, nacido en 1949, que se gana la vida en el ar duo menester del periodismo, ha caminado mucho nuestra tierra, el fecundo Interior, Montevideo, Buenos Aires (Cosmpolis!) y hasta se atrevi a seguir los pasos de Horacio Quiroga, como pionero, si no en Misiones, en el Chaco Paraguayo. Leimos sus primeros cuentos en diarios o revistas. Luego, integra la antologa Los ms jvenes cuentan (Ed. Arca , 1976). Despus, en rpida sucesin: Causa de buena m uerte, cuentos, (Arca, 1982) y los relatos Estado de gracia (Ed. de La Banda Oriental, 1983); *El da del cometa , (Ed. de La Banda Oriental, 1985), y ahora La balada de Johnny Sosa" (Ed. de La Banda Oriental, 1987). No es poca cosa, y ms en nuestro pas, publicar, en cinco aos (1982-1987) cuatro libros de narraciones. Y ms se amerita esta tarea cuando descubrimos, en cada uno de sus libros, valores ciertos, hallazgos de estilo y de imaginacin. Sus prologuistas han destacado la peculiaridad de su estilo, sin antecedentes en la his toria de la narrativa uruguaya'* (Wilfredo Penco, 1982); Alcides Abella adverta la creacin de un " incipiente mundo de San Jos de las Caas donde se entremezclaban seres marginales, pobrsimos negros flotando en una metarrealidad donde la vida y la muerte mgicamente se confunden' (1983, ed. cit. ). Elvio Gandolfo en su prlogo del relato de 1985, replanteaba la creacin de ese territorio mtico" y recordaba los paradigmas de Garca Mrquez y Juan Carlos Onetti. Tambin se detena a comunicar nos que el afecto parejo, la soledad, la invencin de historias co mo una razn para seguir viviendo [...] esos son los cimientos con

que estn escritas las dos narraciones mayores (que en Occidente llamamos novelas): Estado de gracia y El da del cometa (1985, ob. cit.). Me gustara recordar otro aspecto subrayado por Abella: la concepcin plstica o visual (influencia del cine?) que predomina en muchos instantes" (1983, ob.cit.). . Hemos recogido esta serie de observaciones ajenas princi palmente porque las compartimos, en cuanto a la creacin de Del gado Aparan; tambin compartimos la indudable presencia de Guimaraes Rosa, por encima de otras influencias menores o par ciales, en la obra del narrador floridense. Y destacamos la influencia del narrador de Minas Geraes, porque nos ha parecido altamente estimulante, y, en Delgado Aparan, se ha transformado en una gran libertad de vocabulario y de concepcin mgico-realista del relato. Ahora bien, en una revista polmica: Imgenes , en su n mero correspondiente a Abril-Mayo de 1979, se publican obras de quince narradores. Y, entre ellos, est Mario Delgado Aparan, con un cuento llamado Balada para Johnny Sosa . Materia de frecuentador de libros, se nos hizo, de inmediato, cotejar el cuento de 1979 con el relato fechado por su autor en 1986-1987. Quisimos desmenuzar en este Urfaust o, mejor di cho, en este UrJohnny o Johnny primitivo, qu lnea de su ar gumento, qu aspecto del hroe permaneca en el relato que ahora se publica. En el cuento de 1979, se centra el relato en el rancho de Johnny que destruye el fuego. Johnny es un cantor negro, afee-, to al blus . Una de sus canciones favoritas es Melancola sobre tus rodillas ; toca la guitarra y un bongocito verde . Por dos veces, ante el rancho arrasado por las llamas, se ex presa: Suerte que Johnny Sosa no estaba dentro" En la descrip . cin inicial del barrio marginal, donde vive Johnny, Delgado Apa ran nos describe un " barrio de casas enladrilladas en una aguachenta pomada de barro fr o . Cuando se recuerda cmo actua ba Johnny sobre la tarima del rincn se nos dice que daba el alarido inicial, casi de puo cerrado golpeaba violentamente el encordado y le daba al blus y a la locura del silbido significan te ... . Estos fragmentos son los nicos contactos de personaje, estilo, imgenes y escenarios, que rastreamos entre el cuento

(no logrado) de 1979 y el relato excitante, pleno de sutileza e iro na, en su revisin (proyectada casi en filme grotesco) de los peno sos comienzos del Proceso . En el relato actual, Johnny Sosa (que nos recuerda en varios tics al formidable Ruben Rada) es un personaje completamente dibujado: lo vemos, lo sentimos vivir, parece que lo conociramos (de verdad). Y los aspectos flmicos del estilo de Delgado, surgen desde ese admirable comienzo, donde conocemos algunas curio sas costumbres de Johnny (curiosas costumbres que todos tene mos) que contempla el nacimiento del da a travs de un agujero en la pared de adobe, esperando la hora tempranera de la audi cin de ese impagable conductor de programa radial, Melas Churi, quien hechiza a Johnny con la vida de un mtico cantor estado unidense, Lou Brakley. Este cantor (que tiene puntos de contacto con el mtico Elvis Presley) inspira en Johnny su lnea de canto, su manera de actuar, su destino al fin. Johnny canta en un quilom bo, de riguroso rompeviento de lana negra y la cadena de plata falsa con la medalla del santo de los marineros alrededor del cue llo". Y canta en una jerigonza de ingls (que desconoce) con la te rrible seriedad de un cantor al que le falta la materia prima de la sonrisa: la dentadura. A travs de los pasos de este cantor negro y su compaera rubia, siguiendo su pobre vida de marginal, Delga do Aparan nos dibuja una admirable parbola de la opresin y la libertad; de los srdidos engranajes de una dictadura y de aquellos hombres, humildes, enteros, que se resisten a ser una polea de los mismos. La fauna registrada por el narrador incluye a los sumisos: el cura Freire (asiduo porngrafo); el Doctor Fronte; el maestro de msica, Abraham Di Giorgio, y el amo , el coronel Werner Valerio y su squito de espas. Tambin estn los de la resisten cia : el periodista radial Melas Churi, el vendedor callejero Na cho Silvera, la vieja maestra Erminia y sus dos colegas a quienes Johnny observa cuando son detenidas y conducidas encapucha das; acaso, la experiencia que despierta al incauto Johnny. Y l mismo, y su gran gesto final, que por supuesto, no revelar a los lectores. En suma: un relato personalsimo que acaso adquiere su mayor relevancia simblica en ese ternero de dos cabezas , o sea la naturaleza desnaturalizada o anormal por obra de quin

sabe que error gentico, pero que en el relato tiene un nombre: dictadura. Aqu no se detectan andamios ajenos. Delgado Aparan, sin necesidad del desgarrado testimonio y la violenta presen cia de la violencia, nos cuenta la historia (una pelcula en el cine Daguerre ?) de un hombre que aprende a respetarse. Claro, en una localidad que se llama Mosquitos . Washington Benavides

Ai nid tub fri uit i ander de tr. Bat aiam an only man an only blak man, an... ou, beiby (De Melancola sobre tus rodillas).

Sera por los ltimos das con entraas, cuando el negro Johnny Sosa todava se extasiaba mirando a travs del agujero en la pared de adobe, mientras esperaba con la ansiedad de los nios a que se hiciese la hora del espacio frtil de la madrugada. En esos ratos, contorneadas por el entresueo y la pequea grieta, adivinaba ms que vea las azuladas siluetas de las ltimas casas de Mosquitos. Agitadas por el severo bamboleo de los eucaliptus, enfilados por el camino hacia el norte de ninguna parte, las viviendas podan envolverse en lo invisible o bien quedarse tan sin forma, que Johnny deba forzar el ojo por el agujero y preguntarse con la voz de pedregullo de los recin levantados, si aquello que estaba viendo y que tanto se estiraba y volva a recogerse eran casas, sombras o camiones. En ocasiones la oscuridad era tan densa que, por ms que se esforzara, por el agujero no vea ms que ladridos dibujando perras conocidas y eso, para l, era ms que bueno. Cuando el tiempo era tan malo y las cosas eran as, se apostaba en la silla enana, el mate caliente y recin verde entre las manos, la caldera cercana a los tobillos y se pasaba el rato cerrando un ojo, apenas dejndose ir y tratando con el otro los misterios del hueco, aquello de si las sombras eran casas o camiones, hasta que al fin se haca la hora de encender la spika de dos pilas y se deshaca de la ensoacin.

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A partir de entonces, entero, sin nada ni nadie que lo pudiese perturbar, mientras la rubia Dina dorma al otro lado de la cortina de arpillera sabindole sus sueos en voz alta, Johnny se entrega ba religiosamente de siete a ocho a escuchar la biografa de Lou Brakley y a echar clculos del tiempo que le faltaba para aproxi marse a una historia semejante. En los ltimos episodios Johnny haba estado pensando, con el entusiasmo que provocan los acontecimientos, que ambas in fancias de algn modo se aproximaban. A los efectos, poco impor taba que l no hubiera ganado a los ocho aos una guitarra en un concurso de canciones dedicadas al verano, como le haba ocurrido al monstruo de Austin ante la cruel indiferencia de su padre, se gn el locutor, un hombre de ojos bizcos entregado al alcohol y al Evangelio, que gastaba el jornal a mansalva y reciba soberanas palizas en las cantinas, mientras su mujer, es decir la madre de Lou, planchaba con ferocidad hasta altas horas de la noche y espe raba en vano. Johnny pensaba que esos destinos slo se daban en un pas como el de Lou Brakley. Sospechaba que ac, por ms que se lo hubiera propuesto cuando tena diez o doce aos, jams hubiera tenido la oportunidad de competir con sus canciones en uno de aquellos festivales de fonoplatea o en alguna de las playas de la Costa de Oro, como Los Titanes o Shangril , balnearios que se le antojaban lejanos y habitados por los hijos del capitn Grant, y que tanto haba odo nombrar cuando comenzaron a hacerse famosos los festivales de costa a costa y,con ellos, tambin los ele gidos. Tampoco era muy probable que un contratista de msicos se dejara caer por Mosquitos, preguntando en el bar Euskalduna , con la boca llena de una milanesa al paso, por la existencia de un tal Johnny Sosa, cuyas mentas de gran garganta y ngel slido, ha ban llegado hasta las orejas del contratista en alguna rueda de es pecialistas indolentes. De ese modo le sera muy posible emparejar la leyenda que segn el locutor Melas Churi corra por la ciudad de Austin, acerca de que Lou Brakley fue descubierto por un hom

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bre que estuvo durante dos aos buscando a alguien con los sueos de un negro, los sentimientos de un negro, la voz de un negro, pero que necesariamente tendra que ser blanco. Macanas, eso no va a pasar en Mosquitos , rezongaba en la soledad de la cocina, riendo bajito de su propia resignacin. Sen cillamente porque era negro. Y de ah en adelante, nada que ver con Lou Brakley. Y menos posible an, ms lejano todava estaba lo del disco propio. Por lo menos por un par de siglos, sospechaba que a nadie se le iba a ocurrir instalar en el pueblo uno de esos es tudios de grbate a ti mismo , sitio caprichoso donde al parecer el contratista haba sorprendido al muchacho de Austin, ensayan do una versin envenenada de un conocido blus de Arthur Big Boy Crudup, llamado That' s A ll Right (Mama). Segn haba comentado el locutor del espacio frtil de la ma drugada, aquello era exactamente lo que el veterano rastreador de estrellas haba estado buscando. Y como si tal cosa, mientras Johnny lo escuchaba con la mente inundada por una vida paralela, el locutor dio un gran salto en el vaco de las edades, sac al muchacho de su quejumbroso anonimato y lo afinc con una des treza impalpable en la poca en que Lou Brakley pas a ser ante los ojos del mundo, nada menos que Lou Brakley. Sin embargo, 1956 habra de ser un ao muy duro para el cantante , haba sentenciado Melas Churi en la audicin anterior. Pero esa etapa en la vida del autor e intrprete de Motel de una estrella, la veremos maana si Dios quiere por Radioemisora Mos quitos, cuando sean las siete, mis queridos oyentes . A las siete menos cinco, el camino segua opaco en su pomada de barro fro y los rboles comenzaban a entregarse al perfileo lo co del fin de la madrugada, a causa de ese viento cargado de impertinencias que suele cambiarle el trote a los perros y hacerlos gemir en cualquier direccin. Johnny se inquietaba cuando entrevea esas escenas que ape nas dejaban paso a una forma verdadera, que no le permitan cono cer el instante exacto por ms que esforzara el ojo, en que dejaban de ser sombras o camiones para ser lo que eran. Una fila mvil,

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sombra y al mismo tiempo imperturbable que terminaba siempre por reducirlo a una modorra distinta, de la que slo el mate ca liente lo sacaba y que desapareca por completo cuando encen da la radiolita y clausuraba el agujero en la pared. Al fin ech el ltimo vistazo al viejo Cronos de dos timbres, parado como un gordo capataz de aserradero sobre la lata de la yerba. Coloc cuidadosamente el mate sobre la boca abierta de la caldera y luego, en un goce preludiado por breves siseos entre la bios, encendi la pequea spika" roja. Su rostro perdi esa expresin blanda de los que esperan una buena entrada en la maana. La msica abri fuego sobre el silen cio de la cocina, rispearon las cucarachas bajo los forros de los es tantes y Johnny parpade. Pens que haba equivocado el sitio del locutor o que la rubia Dina poda haber alterado la hora en el relojazo o tal vez que Melas Churi se haba dormido y su espacio fr til de la madrugada estaba siendo sustituido en la emergencia por una msica sin dueo. Tambin poda ser que no, que la cortina musical tuviese que ver con una etapa imprevista de la vida del gigante de Austin, como haba ocurrido en la Navidad triste en que Lou Brakley fue molido a piazos por su padre y el locutor inici el programa una maana de marzo con los cascabeles de trineo de Noche de paz , en una lindsima versin de cuerdas ejecutada por los indios de Hawai. Mientras la banda creca y los trombones se enredaban en in sinuaciones heroicas, Johnny respir hondo y volvi a largar el ojo por el agujero. Esper con buena paciencia, sospechando con seguridad creciente que aquello bien poda estar relacionado con el increble gesto de Lou Brakley, cuando a fines del cincuenta y siete el cantante de Austin se uni a los muchachos de Eisenhower y todos los diarios del mundo mostraron la tropela de su jopo es plendoroso, arrasado por un barbero de los boinas verdes que lo aprestaba para cualquier guerra que pudiera sobrevenir en el pla neta, mientras afuera de la peluquera, un grupo de jovencitas lio-

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raba como si a Lou Brakley lo estuviesen decapitando en San Quin tn. Pero a decir verdad, esa historia haba sido anunciada por Melas Churi para dentro de dos o tres audiciones y no haba el menor indicio de lo que ocurrira ese da en la vida del gran mu chacho, porque la marcha militar amenazaba convertirse en una cortina de nunca acabar. Al fin Johnny termin por aceptar que aquello no tena rela cin alguna con la vida de Lou Brakley. Que para ser justo, le ha ca pensar ms bien en la tarde que estrenaron El puente sobre el ro Kwai en el cine Daguerre, cuando Capozoli apost una cadena de altoparlantes a lo largo de la cuadra, con la intencin de que la gente del pueblo escuchara la marcha militar de la pelcula y entra ra a la funcin de las cinco a paso redoblado. Pero el dueo del cine se haba encandilado a tal punto con la memorable terquedad del prisionero ingls, que tom asiento en un taburete contra el primer parlante y se entreg a tomar cerve za recalentada en la vereda y a escuchar la marcha infinita con los brazos cruzados sobre el pecho, tal como si esperase, con la misma dignidad de Alec Guinnes, a que los japoneses hicieran su entrada salvaje por la calle Ellauri con las bayonetas entre los dientes. Esa noche, cuando ya haba terminado la ltima funcin y Capozoli se gua all rodeado de envases de cerveza, tuvo que ir la polica a decirle que apagara aquel coro de silbidos infernales, porque des de el ro Kwai hasta Mosquitos, no haba un solo cristiano que pu diese conciliar el sueo. Para entonces, mientras todo eso le pasaba por la cabeza, la rubia Dina haba aparecido con la mirada oblicua y sus calzones floreados en la cocina y fue ella quien apag los hirientes estrem e cimientos de la radiolita de dos pilas. Con un fastidio friolento, pregunt si se habran salteado la batalla de Las Piedras o si en aquella helada maana de junio, Capozoli se haba apoderado de la emisora de Mosquitos. Pero Johnny ni repar en su piel semidesnuda, agallinada por el fro vientillo que se colaba por las rendijas, ni le dijo buen da mi

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rubia como siempre le deca, ni tampoco pareci escuchar nada de lo que ella le haba comentado. Permaneca ausente, sumido con un solo ojo por el agujero en el adobe, pero sin ver ninguna de las confusas figuras que antes vea. No son casas , confirm sin sorpresa. Y como el negro Johnny sencillamente miraba y lo que esta ba viendo estaba siendo, retir el ojo del hueco y abri el otro para dibujarle mejor la desnudez. Se enderez en la silla enana y la ob serv con la extraa reprobacin de los que suponen que todas las intimidades de la vida habrn de quedar por un golpe de gracia al descubierto sin que pueda hacerse nada a cambio. And a vestirte , dijo entonces. Esta vez son camiones .

Los camiones del ejrcito no entraron en el pueblo, perm ane cieron en el mismo lugar donde los haba dibujado la cerrazn de aquella maana de junio, alineados bajo la hilera de eucaliptus. Se quedaron as, fros como un monumento, sembrando un gran mis terio en las inmediaciones, sin que nadie bajara de ellos a modifi car la escena. Recin al amanecer del segundo da apareci, casi ocultando los vehculos, un puado de carpas grises y gigantescas, asombro samente tristes, como las de esos circos brasileros que estn a punto de actuar por ltima vez. Sobresaltados por el clarn de la madrugada, muchos habi tantes de las afueras terminaron por salir a los patios y durante los primeros das, tuvieron que rascarse las costillas bastante antes de la hora del hbito. Con los mates en la mano, agolpados sobre los alambrados, sealaban con el dedo las escabrosas maniobras de los soldados empeados en remontar el cerro helado de barriga sobre las espinas o comentaban con inquietud los furiosos tiroteos entre ellos, asombrados de que existiesen batallas fraguadas que empezaban a las nueve de la maana y finalizaban justo a la hora de comer. En realidad la gente slo intercambiaba suposiciones, clculos inexactos tratando de interpretar a aquellos hombres que operaban como si estuviesen solos en medio de un desierto, sin importarles las interrogantes que dejaban detrs. Nadie poda acercarse a ms de un par de cuadras del campamento para salir de dudas, debido al severo cordn de guardias armados a guerra que circundaba el predio, individuos plomizos, clavados a la tierra bajo sus ponchos verdes, que cuando hablaban entre s lo hacan a

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grito pelado y sin ningn indicio de simpata por nada que fuera de este mundo. Cada cual elige la vida que le parece , dijo una maana la rubia Dina, echando mano a su sentido prctico y abandonando el alambrado desde donde todos vean, para volver a la cocina. Sin embargo, por ms que no era posible atravesar la zona para obtener una explicacin y, a decir verdad, todos sentan que tampoco haba obligacin de darla, no haba una contrapartida jus ta. En ms de una oportunidad, Johnny Sosa debi abandonar su sitio entre las piernas de la rubia Dina y apagar la vela de un trom pazo, en razn de que los soldados s se permitan aventuras noc turnas entre los ranchos, incursiones con la misin aparente de asomar sus cabezas melladas a las ventanas y atemorizar a los des prevenidos moradores, despus de avanzar pegados a las paredes. Luego se iban. Desaparecan en la oscuridad sin haber gol peado ninguna puerta, ni haber dado razones a nadie por el atropello de atravesar las quintas y aplastar los almcigos con sus bo tas adoquinadas. Al prximo que aparezca por la ventana o meta sus pezuas en los canteros, le encajo un hachazo en la frente , amenaz en furecido Johnny en una de las primeras noches, luego de sorpren der un par de cejas increblemente peludas al otro lado del vidrio empaado por el fro. Son enfermos , dijo ella y se volvi a dormir. Como de todas formas Johnny no estaba hecho para esos mis terios ni era un apasionado de las cosas divinas, el sbado ms pr ximo, una fecha en que a toda hora se vio manar vapores tibios en el barro del camino, le pregunt a la rubia Dina qu gravedad ten dra lo que estaba ocurriendo, para que de un da para otro la gente desordenase sus conversaciones cotidianas, el almacenero Rulo quedase mudo ante los ecos de sus propios pasos y, entre otras co sas, quedara truncada la vida de Lou Brakley en la emisora de Mosquitos. Lo mejor que pueden hacer es quedarse donde estn , con test ella, volviendo a mirar por la ventana oscura. Como deca

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mi madre, Jess y que comamos y que no vengan ms de los que estamos . El negro Johnny no supo qu decir a todo eso. Pero prometi, mientras acondicionaba sus motas almbricas con el peine de hueso, que esa noche traera noticias frescas del Chantecler , que seguramente la Terel le dira algo de esa mala historia en la madrugada del fin de semana. No obstante, anduvo dudando entre ir o quedarse, entre po nerse la vestimenta o esperar un rato ms a que surgiese algn in dicio de que poda marcharse con tranquilidad. Por un momento qued mirando sombramente la dbil cerradura de la entrada y coment que tema dejarla sola a merced de los merodeadores. No tengas miedo. No tienen forma de saber que son tan ma las nuestras puertas , dijo ella con una voz que trat de que fuera alegre, animndolo a lucir una vez ms el rompeviento de lana ne gra y la cadena de plata falsa con medalla del santo de los marine ros alrededor del cuello. Johnny supo valorar el gesto como corresponda, ya que las desavenencias ms feroces ocurran los sbados de madrugada, ms bien cuando volva de la noche y se encontraba con que a la rubia la haba envenenado el diablo imaginando en las horas de so ledad, los toqueteos y embelesos de las putas al sentir que Johnny cantaba para ellas. Es un trabajo como cualquier otro , se defenda el negro to dos los sbados antes de partir, confiando que en ese terreno las cosas le saldran siempre mejor que al desgraciado de Lou Brakley, un artista acobardado de que sus mujeres se le aparecieran por sorpresa en los escenarios, con la intencin de armar un escndalo de padre y seor nuestro en torno a la propiedad del corazn. Sos un caso, negro mo , dijo ella a la hora de la despedida, un dbil reproche que se contradeca con su mano aprisionndole la nuca. A esa altura aceptaba el tema sin rencor y era evidente que le impresionaba su presencia toda negra, la cabeza acaballada y enhiesta, como si estuviese continuamente recostado a una al

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mohada de piedra mientras sostena la guitarra de funda bordada en una mano y el bongocito verde en la otra. Entonces l preguntaba por qu consideraba que era un caso y ella recriminaba suave para alguien que pareca no ser Johnny. No habr un cobre para comprar una buena pala de dien tes para la quinta , deca, pero que no falte el cinturn con ta chas de lata blanca. Ni habr un frasquito de Embrujo con palitos para la rubia de este rancho, pero a que s un par de botas repuja das y punta fina. Y ni siquiera nada de remedios para las encas del cantante y eso que siempre anda pensando en la presencia y nada ms que en la presencia. Por eso digo, es un caso este hom bre... Invariablemente, las ltimas frases las deca temblando con tra el marco de la puerta abierta, mientras Johnny se esfumaba por el pedregal, sin darse vuelta ni saludar, porque la hora de la actua cin se haca.

El negrazo no supo sino hasta bien entrada la noche, poco antes de su versin descabellada de Tuti-fruti , que aquel hom bre de ojos embotellados, peinado hacia atrs y destellando en aceite de Glostora , no era otro que el locutor de El espacio fr til de la madrugada . De no haber sido por esa inquietante impresin que causan los que estn superando la frontera de los grandes miedos, sea a mar char al calabozo por una decena de aos o a la muerte, Melas Churi hubiera pasado por cualquier sujeto oscuro del pueblo. Tal vez un melanclico aficionado a las historias de quilombo, recogido en la mesa de un rincn y carente de significacin ms all de la medianoche. Desde la puerta, daba la impresin de estar dormido. Desde el escenario pareca existir demasiado. Pero si alguien se tomase el trabajo de sentarse frente a l en la mesa, vera sin duda a un hom bre a la deriva, amparado en la jarana desplegada en los sitios ve cinos por las mujeres de la vida y los funcionarios del correo, pero

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sin dificultad para trabarse consigo mismo a sismar sobre las pr ximas catstrofes. Que pronto estara al alcance de las desgracias, el locutor no tena la menor duda. Es ms, saba perfectamente que estaba to mando el caf con leche del ahorcado, desde el momento en que enfund su cabeza en una media de mujer y se aperson por sor presa en el corazn de la emisora de Mosquitos, junto a dos com paeros armados a quienes slo conoca por sus alias de guerra. A punta de revlver obligaron al locutor Fuentes a leer una breve proclama contra el flamante gobierno militar, cosa que el despre venido cumpli al pie de la letra, sin sospechar que todas las madrugadas de los ltimos tiempos haba estado compartiendo los bizcochos del mate con aquel silencioso enmascarado que puso ante sus ojos el explosivo mensaje. Pero la seguridad de que nadie iba a adivinar el origen de la cuidada caligrafa con que fuera redactada la proclama, se fue de bilitando desde el instante en que empez a seguirlo, a sol y a som bra, aquel alcahuete de un metro y medio de altura y bigotillos eri zados. Unico investigador de la polica de Mosquitos que an crea en la eficacia de las ropas civiles, aquel sujeto haba decidido, sin embargo, quebrantar las normas de la prudencia y el secreto del oficio. Parado como una estaca frente al mostrador del Chantecler , no hizo ningn esfuerzo aquella noche por sustraerse al pla cer de observar con descaro al locutor y trasmitirle, de algn modo, que tena la santa intencin de joderle la vida hasta las l timas consecuencias. No obstante, por ms que intent no perder de vista aquella mirada vacua que le pateaba el nervio, Melas Churi termin por relajar la musculatura y cuando se hicieron las doce en punto, sin esperar nada a cambio, de dej anegar por los subterfugios del negrazo que trepado all, sobre la colorida tarima del saln, se pre sentaba como un verdadero camino para el alma. Desde su altura, dispuesto a transformarlo todo, Johnny se inclin lentamente para el saludo y a continuacin, delante de su bota izquierda, coloc la brillante lata de dulce de membrillo de modo que quedara hacia el

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pblico la etiqueta que, en letra muy pareja, rezaba: El cach a voluntad . Luego, con la guitarra cruzada sobre el pecho y el aire desma ado de quien tiene una existencia errante, esper a que los fun cionarios del correo giraran sobre los codos o que Mara Teresa de Australia terminase de payasear con su cadera, como haca siem pre mientras se bajaba los breteles, hasta que por fin sobrevivie ron unos pocos murmullos por el solo hecho de encontrarse l all arriba. Cuando tuvo la certeza de que nadie quedaba por saber que la hora de la magia haba llegado, tal como era su estilo, Johnny hizo descender los prpados al tiempo que retroceda al fondo de su caverna para dar el alarido inicial. Golpe casi de puo cerrado sobre el encordado de la Black Diamond y comenz a rogar con lenta, ntima gravedad que dont cruai for a blac jert, beiby, ai seid , para luego bajar a ras de tono con ligeras variantes en la estrofa y entrarle al blus y al sil bido significante. Un lento sonido de vida a medias, que tanto ape nas se encenda como abrasaba el bajo vientre en una llama fina y punzante, dejando a todos con la duda de que aquello fuese una criatura humana o una sombra azul. Melas Churi tena los ojos muy abiertos y, con los brazos ex tendidos sobre la mesa, apretaba entre las manos el vaso de cer veza. Pensaba que lo que estaba viendo era una mezcla aventura da, por momentos desastrosa, de Frankie Avalon, Ray Charles y los peores venenos de Lou Brakley. Pero como no tena mayor sen tido persistir en la consideracin y la cabeza se le iba, sucumbi ante la leve inmovilidad que en ese instante precedi al tarareo de Johnny. Una quietud a flor de piel en la que slo los ojos vivan sobre la sonrisa sin necesidad de dientes, casi muerta en los la bios arrionados. Que en realidad era bien de Johnny cuando se aprestaba al abordaje de Melancola sobre tus rodillas, momento en que el misterioso significado de la cancin se suspenda, para cambiar de instrumento. Entonces abandonaba la guitarra a un lado, un lagarto ale targado de invierno contra el taburete, para enseguida menear al

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rojo el bongocito verde, mientras aullaba de modo decreciente hacia el cielo raso del Chantecler . Un piadoso gesto de extra eza ante la vida, que terminaba por convertir a las mujeres en vrgenes entristecidas, hasta que por fin, las haca llorar. As era Johnny con la tristeza ajena. As no, carajo! As no debe se r... , protest Melas Churi en medio de los aplausos, a gritos desde la mesa del rincn. Enfurecido por lo que crea era un desaforado embrollo, el lo cutor de la emisora de Mosquitos se negaba a aceptar la existencia de un idioma como el de las canciones que haba escuchado. Un lenguaje indescifrable donde apenas los ttulos que el negrazo ha ba anunciado desde la tarima, tenan palabras conocidas. Cuando termin de cantar, Johnny no recogi enseguida las monedas de la lata de dulce de membrillo dispuesta al borde del escenario. Permaneci con los ojos fijos en la mesa del rincn don de Melas Churi, echado sobre sus brazos, se empeaba en gritar con voz cada vez ms dbil, que no era as que se cantaba. De pronto Johnny respir hondo, baj de la tarima y se acerc a la mesa masajeando su plateado medalln con el santo de los ma rineros, hasta que pudo prensarle el hombro con su mano de rasguear. Qu estaba diciendo, amigo? Qu pasa con su respeto, eh? pregunt. El tono de Johnny era pendenciero, pero de una hostilidad socavada, debilitada por el ahuecamiento excesivo de su boca despojada de dientes. Acostumbrado a hablar lejos de los contactos fsicos, Me las Churi levant la cabeza con expresin de alarma y se sacudi la mano del hombro. En sus ojos alagrimados campeaba ese ren cor difuso de los que tienen que soportar un desperdicio. Un enco no destinado ms bien al mundo entero, que al negro ataviado de cantante de Brooklin que tena ante s, a todas luces copiado de alguna pelcula exhibida por Capozoli en el Daguerre , ya que Johnny, si no se tena en cuenta su peregrinacin a la Virgen del Verdn, jams haba salido de Mosquitos.

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Qu negocio con usted? , volvi a insistir el negro. Un hombre no hace eso , dijo Metas Churi. Esas cancio n e s... Qu tienen esas canciones? , pregunt Johnny. Nada , se enfureci Melas Churi. Eso, no tienen nada. No es ingls eso, no es nada . El locutor haba corrido abruptamente la silla hacia atrs y el respaldo oscil peligrosamente, pero Johnny lo sostuvo al tiempo que le acercaba su boca a la oreja. Antes de hablar hizo un breve silencio acompasado por el equilibrio de la silla. Juainat? A i laic uoch fil m forever, ruait. Y eso, maricn... qu es? , pregunt en un susurro que manaba helado por las comisuras. La mano de rasguear Melancola sobre tus rodillas lo mantuvo inmvil. Al gesto se sumaba la mirada fueguina, aprendida de pistoleros solitarios, detectives con la mala estrella y curas al cohlicos que dudan de la existencia de Dios. Todos juntos de catorce a diecinueve en quien sabe cuntos aos de matin en ese maldito cine , le dira a un compaero de prisin aos ms tar de, en un mal recuerdo extrado de la eternidad de la celda. El locutor se enderez con brusquedad en la silla y aprove ch para empinarse la cerveza. Entre un trago y otro se le hizo pre sente el sujeto de bigotillos erizados que los observaba inmvil desde el mostrador. Un despreciable detective de pelcula de cuar ta categora, que lo llev a desviar la mirada hacia un punto in cierto de las estanteras, donde el plido Tom Cara de Humo reacondicionaba las botellas de caa con diferentes yuyos. De repente, vaya a saber lo que le pas por la cabeza, el locu tor mir a Johnny con solemnidad y le larg al fondo de los ojos: Capozoli hijo de siete mil putas! Al principio el negro se qued inmvil, desplegando su sor presa a travs de los labios entreabiertos, sin comprender el pa rentesco entre el dueo del cine y aquella situacin. Pero a poco termin por pensar que no haba relacin alguna y que el tipo no era ms que uno de esos borrachos con la cabeza inclinada hacia

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atrs, propasados que se desatan porque s a insultar a los ausen tes y a pulsar misteriosas fibras sentimentales en el alma de los presentes. Hijo de puta ser usted , retruc Johnny, dando un paso y encimndolo con los puos apretados. Eso de andar hablando por atrs tampoco es de muy hombre que digamos... Por qu no va y se lo dice a Capozoli, eh?" Eso, Johnny Sosa, eso: hijo de puta yo... , confirm Me tas Churi con entusiasta amargura. Hijo de puta Capozoli y el Daguerre, hijo de puta yo y... El-espacio-frtil-de-la-madrugada , agreg mientras levantaba el vaso a la altura de los brindis y reforzaba el engolamiento del ltimo tramo de palabras. Los ojos de Johnny pasaron a la plena florescencia y sus pu os se abrieron dejando caer una arena invisible. Haba recono cido la voz del locutor de la emisora de Mosquitos, las mismas in flexiones con que sealaba el camino del futuro y enjaulaba al gigante de Lou Brakley en la pequea spika roja a partir de las siete en punto. Usted es Melas Churi? , pregunt con cautela. Por algunos instantes el locutor no le contest. Tampoco lo mir. Tarareaba una cancin mormona mientras vagamente, al otro lado del mostrador, vea a Tom Cara de Humo con un fre gn al brazo. Despeda a la Celeste y a Mara Teresa de Austra lia, dos gordas perdidas por el sueo en una noche de mala suer te, que antes de retirarse no se privaron de una desleda mirada de desprecio dirigida al tipo de bigotillos erizados, pasado por las copas. Sin embargo, daba la impresin de que, entorpecido y todo, estaba vibrando en una competencia entre iguales y Melas Churi lo tena muy presente a pesar de la neblina. Johnny advirti la tensin y trat de rastrearle la mirada, hur gando entre los parroquianos que sobrevivan en el Chantecler . Pero no logr identificar nada distinto a otras noches de sbado, excepto la languidez, la madura expresin de cansancio en los ojos del locutor. Tom Cara de Humo dio la vuelta al mostrador y se acerc a

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la mesa con su fragilidad enigmtica y dos cervezas en la bandeja de aluminio. Sin fijarse en el hombre de la emisora, pregunt a Johnny si volvera a cantar despus de terminada la botella. El negro asinti y se acomod luego frente a la mesa, cabal gando la silla con el respaldo hacia adelante. De verdad usted es Metas Churi? , volvi a preguntar. De verdad y de mentira, siempre lo he sido , dijo sirviendo la bebida de los dos. Su mano temblaba visiblemente, como la de quien va a decir algo solemne y complicado, pero no le sali ms que lo que dijo: Lo tuyo podra ser muy bueno, pero eso no es ingls... Iba a agregar que adems, haba algo muy importante y que en cierto modo le impeda dignidad a su presencia y que eso era la ausencia de dientes, privndole de la imprescindible sonrisa de los cantantes. Pero no dijo nada. Guard su atencin para la marcha de un motor cerca del Chantecler y el murmullo de unas ruedas mordiendo el pedregullo de la calle, hasta detenerse muy cerca de la puerta. Johnny lo observ meditativo. Bebi, trag una, dos veces, espuma y pensamiento. Al fin chasque los labios arrionados y pregunt qu diablos haba pasado con Lou Brakley. El locutor centr la mirada en el pesado medalln colgando sobre el pecho del cantante e intent seriamente recordar el res to de la historia, porque en definitiva a Johnny pareca gustarle todo aquello. Es ms, a Melas Churi le estaba resultando incre ble comprobar, por s mismo, que en el pueblo existiese un infe liz que se tomaba el trabajo de madrugar, slo para escucharlo hablar de un gringo que haba convertido su vida en una tragedia mediocre. Pero ver que el tipo de bigotillos erizados se apartaba del mostrador y se encaminaba con envidiable rigidez hacia la puerta, le perturb la memoria. Cuando desapareci del local, Melas Churi se hizo cargo de todos sus pensamientos, estir las piernas bajo la mesa y record. Lou Brakley muri atorado con cocana , dijo. Primero perdi la voz y despus se fue a vivir con su madre a un pueblo

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de Illinois, un casero ms chico que Mosquitos, en donde se de dic a coleccionar armas y a esperar que su padre reventara de una vez... El negrazo tena el mentn apoyado en el respaldo de la silla y no perda de vista los ojos entrecerrados del locutor. Convenci do de que la vida de todo cristiano bien poda ser una pelcula, lo imagin con claridad observando de aquella forma la calle larga, recta y polvorienta de un pueblo de cuqueros a las tres de la tar de. Pero como la escena se demoraba demasiado para lo que tena que durar y se le una a otras, incoherentes, pobladas de calesitas y nios rubios casi rojos pasendose con algodones de azcar, Johnny se impacient y lo anim a continuar. Y...? , pregunt. Qu pas despus? Melas Churi mir brevemente hacia la puerta del quilombo, donde uno de los empleados del correo se despeda lloriqueando de los amigos, y volvi al centro del vaso. Pas que el muy imbcil se muri antes que su padre , dijo. Una noche se meti en el bao con el libro "La bsqueda cientfica del rostro de Je s s" y antes de entrar, su madre le en carg que no se fuera a dormir leyendo. El contest exactamente: No, mam. Odio dormir en los baos . Esta vez el locutor no alz los ojos, hizo una pausa como si tuviera el micrfono ante s y adopt un aire sombro. Luego agre g: Fueron las ltimas palabras de Lou Brakley. Se haba vuelto un tipo muy frgil y su vida un abominable putero. Antes de ente rrarlo le encontraron once sustancias diferentes en la sangre . Johnny se estremeci. Lo estaba viendo, seguramente echa do hacia atrs sobre el water y el libro cado en el suelo, muy cer ca de sus dedos fros. Pero la vieja no avis? No se pudo hacer nada? , pregun t. El tono era desalentado, lleno de reproche hacia los verda deros imbciles de todos los tiempos. El locutor se. fastidi, sacudi la cabeza y fue a su encuentro,

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mirndolo sin parpadear. Es una historia de mierda que no le importa a nadie, herma no , dijo. A m me importa , retruc el negro. El paisaje del Chantecler , empobrecido a medida que transcurran las horas, se modific de pronto. Un par de soldados de los que andaban pisoteando las quintas, atrajo la atencin de los parroquianos hacia la puerta. Estaban plantados en la vereda, con los fusiles descansando entre las botas, pero sin decidirse a entrar. Por qu todo eso no lo dijo por la radio? , pregunt Johnny con cierto ardor, sospechando al mismo tiempo que los soldados terminaran por entrar al quilombo. El locutor adelant la cabeza por encima de la mesa, conser vando esa expresin de recia molestia que Johnny recordara toda la vida, ya que ese era el verdadero Melas Churi, aunque a ratos pareca una mscara. Entonces, cuando estuvo ms prximo, en un murmullo contest: No lo dije porque dieron el golpe de estado . En Mosquitos? , se sorprendi Johnny. En todo el mundo , respondi el locutor. Y sin abandonar el volumen mustio de la voz, en una quejumbre que lo impulsaba a empujar la mesa con el pecho, le pregunt a ver dnde diablos haba estado todo ese tiempo. Si acaso no se le haba ocurrido ave riguar por qu, de la noche a la maana, los rboles de la avenida Fabini haban amanecido con sus troncos pintados de blanco, por qu muchos habitantes se iban con sus valijas en la madrugada o por qu las puertas de la emisora permanecan tapiadas con ta blones. Luego volvi a la posicin original. Se reclin en el respaldo y apur la cerveza en el preciso instante en que el hombre de bigotillos erizados regresaba como si se hubiera olvidado de algo. Envarado por el fro de la noche, enjugndose la nariz con un pa uelo a cuadros, se encamin directamente al mostrador y sin la menor sea de resaca pidi algo a Tom Cara de Humo.

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El locutor se inclin nuevamente sobre la mesa, una hamaca da pendular para dar por terminado el encuentro: Ahora djame tranquilo porque esto no te conviene... , dijo con un fastidio fir me y bajito. Inseguro, sin saber cmo hacer para evitar la apariencia de un infeliz al margen de las cosas, el negrazo se sinti obligado a levantarse y mir a su alrededor para comprobar si haba gente su ficiente que justificara un par de canciones ms a esa hora de la madrugada. As que Lou Brakley muri no m s , dijo con leve extrae za, marchando hacia la tarima de madera con un sentimiento de fatalidad, convencido de que la Black Diamond le extenda su brazo solidario desde el taburete como nunca lo haba hecho antes. Con un gesto imperioso mientras se acercaba, el plido Tom Cara de Humo le cort el paso y le pregunt si no valdra la pena suspender el espectculo y empujar hacia sus casas al resto de los trasnochados. Johnny dijo que no. Y con el aire absorto de un muchacho acostumbrado a jugar solo, agreg que le haban entrado unas ga nas locas de entregarle al pblico un par de canciones ms y que era eso lo que iba a hacer. De modo que enchuf al amplificador el cable de la guitarra y, con la punta repujada de la bota, empuj hacia el borde de la tarima la lata de dulce de membrillo destinada a los honorarios. Se qued mirando un momento al auditorio y aspir vagos indicios de perfume, olores distantes, hombrunos y atabacados, pero que se le antojaron infinitamente ms fros que otras noches de sbado. Cuando comenz a decir que para cerrar la noche, damas y caballeros, les voy a brindar una conocida composicin , los sol dados que hasta entonces haban permanecido en la vereda dia logando entre ellos, entraron a paso firme en el saln, flanquean do a un oficial con las mangas de la camisa arrolladas por encima de los codos.

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Se dirigieron directamente al rincn donde el locutor se esfor zaba por atender las palabras del cantante. Cuando estuvo a poco ms de un paso, el oficial pregunt con spera claridad si su nom bre era Melas Churi, agregando que, si en efecto lo era, que pu siese las manos juntas sobre la mesa. Desde su altura, aumentada por el escenario, sin perder de vista los acontecimientos, Johnny golpe las tablas con su taco tejano, cont un, ch, tr... , penetr el humo de los cigarros y se introdujo de pronto en una furiosa versin de Tutifruti, que hizo estremecer las esculidas estanteras del Chantecler . Las mujeres que an permanecan entre las mesas se pusie ron de pie y comenzaron a aplaudir rabiosamente, gritaban bien, cosita, bien! , mientras a espaldas de ellas se llevaban al locutor de la emisora de Mosquitos. Adelante, las rodillas de Johnny se entregaban a tremolar jubilosamente sobre las tablas. Un cuadro donde todo l vibraba bajo la tensin de sus ojos cerrados. A veces los entreabra, pero lo que vea partera no gustarle, porque clausuraba la visin con mayor energa todava. Como si estuviese deseando con la fuerza de un ciego enloquecido, que al abordar los acordes finales, cuan do llegase el instante de abrirlos nuevamente, ya no estuviera all, sino lejos del quilombo. Ms bien, ensimismado en el agujero del adobe, aguardando a que se hicieran las siete en punto para en cender la pequea spika roja y, como si tal cosa, empezar de nuevo con la ensoacin.

El santo y sea para el despilfarro de autoridad, se produjo apenas seis meses despus de la aparicin del destacamento mi litar en las afueras del pueblo, cuando un grupo de soldados vistiendo ropas de fajina, termin con la mudanza del coronel Werner Valerio al centro de Mosquitos. Acobardado por la vida de campaa en aquellas carpas zurci das y grises, el alto oficial decidi que el momento de abandonar las haba llegado, mand, buscar a su mujer y su hijo a Paso de los Toros y se fue a vivir a una casa decorosa ubicada a dos o tres cuadras de la plaza. La flamante vivienda del coronel Valerio, techo de tejas ro jas y santuario empotrado en la pared bajo el porche, haba dejado de pertenecer abruptamente a un viejo dentista de ideas torci das, quien al cabo de pocas semanas termin con sus huesos en un cuartel ignoto con la finalidad de purgar una ristra de delitos indiscutibles. La mujer del odontlogo, al enfrentarse a la soledad cotidia na de la sala de espera y, tal como suele ocurrir con las esposas que no saben valerse por s mismas, termin por vender a un pre cio irrisorio desde el silln articulado del consultorio hasta los ancianos enanos de yeso que su esposo haba puesto en el jardn, para que los nios entraran olvidndose de las torturas del tor no. Despus de la venta, poniendo cara de largo viaje y sin despe dirse de nadie, la infeliz subi al primer mnibus de la tarde y se fue de Mosquitos dejando en la puerta de la casa recin abandona

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da una cruz de sal, de esas que se acostumbran para evitar que entren las alimaas de la tormenta. Pero al da siguiente la casa estaba llena de gente. Un cabo de primera desparram la sal de una patada y el coronel Valerio pudo comenzar con una prolija mudanza familiar que demor dos das en completarse. Simultneamente, como si en el destacamento se hubiera per dido de pronto la intimidad con la disciplina, los soldados rociaron las carpas de lona con el combustible de los camiones y les pren dieron fuego en medio de un gritero salvaje. Antes de que el humo negro y el olor nauseabundo de la lona incendiada se disipase, los soldados ya estaban construyendo un grupo de lustrosas barracas canadienses, ampliadas con los aos a medida que fueron obteniendo nuevos permisos, que una vez ter minadas de barnizar, fueron rodeadas por un blando muro de transparentes. Desde entonces, si esforzaban la vista, los habitantes ms prximos del pueblo podan distinguir junto a las garitas de los guardias, a los imperturbables enanos del dentista. Por su parte, los oficiales optaron por entrar a Mosquitos y seguir el ejemplo del coronel, que desde los primeros das de su residencia en el centro, comenz a insinuar su costumbre de sen tarse en el porche al atardecer, a tomar mate en un gigantesco porongo forrado con huevo de toro. Desde all, en silencio, fue si guiendo el quehacer de sus oficiales, que lentos pero seguros, compraron una a una las casas que fueron necesarias, llevaron all sus mujeres de vestidos estampados y empezaron luego a trabajar sobre la moral de la gente, ordenando el enjardinado de la plaza con pensamientos de un violeta uniforme de Pentecosts. Nerviosos por el pasado hacinamiento de las carpas, los sol dados se lanzaron a estirar las piernas por el pueblo y en menos de una semana ya estaban pidiendo documentos a cuanto atrevido mirase sus cascos con antipata o llevndose los sospechosos a las barracas. Una vez all, no era difcil que sentaran a los infelices en una silla mirando hacia la pared y les hicieran escuchar la msi-

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ca atronadora de La araita de M artita , una cumbia colombia na que, por orden de un alfrez de veinte aos, deba durar seis horas ininterrumpidas sobre la oreja, antes de comenzar a dialo gar con el sospechoso. A otros los colgaban del techo mientras les formulaban tantas preguntas repetidas que, invariablemente, ter minaban por condenarlos por falsos testimonios, en razn de la facilidad con que tergiversaban las respuestas. As fue como en Mosquitos, hasta entonces endulzado por la armona empobrecida de los aos y los faroles nocturnos, comenz a desentramarse un sentimiento desconocido entre los poblado res, que los induca a cruzarse de vereda cuando vena otro y a enemistarse entre s por desconfianzas nunca dichas. A la larga, mientras el coronel Valerio mateaba en camiseta en la oscuridad del porche, aquella sinrazn logr que muchos colocaran a sus hi jos detrs de la balanza del Correo o que suplantaran, en la ofici na de catastros, a los que se iban del pueblo a causa de los poten tes ladrillazos que a horas imprevistas del insomnio, se hacan polvo contra las ventanas. Lo dems, a saber, los agobios del invierno y las puntualida des de la puesta del sol en los meses del verano, qued ms o me nos intocado por los hombres de la ocupacin. En una oportunidad, prxima a las primeras navidades, mien tras rodeaba a su marido con platitos de queso, rodajas de salame y cuadrados de matambre, la mujer del coronel respir hondo el olor de los jazmines y le coment que era una pena que esas flo res tuviesen tan corta vida. El hombre tuvo un pensamiento crtico para el comentario y antes de darle una sonora chupada al mate, dijo con ese humor que a ella le inspiraba tanta seguridad: Tal como vamos domi nando la situacin, el ao que viene esos jazmines van a durar tres meses . En uno de esos mismos atardeceres, al otro lado del pueblo, la rubia Dina picaba un atado de perejil sobre la tabla de la coci na, cuando empez a sentir que la msica de un tango que atrave

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saba las quintas, le estaba humedeciendo el corazn como a una boba. La msica parta del descomunal aparato japons que tena el Nacho Silvera tres ranchos ms abajo por la ladera, saltaba por la ventana y terminaba por arremolinarse en distintos sitios de su cuerpo, de modo que no lograba definir con claridad si estaba experimentando el principio de una euforia o el final de una tris teza. Era como un da prefijado que se repeta todos los diciembres desde que se haba decidido a abandonar su casa, para irse a vi vir con el negro Johnny a su rancho en las afueras de Mosquitos. Algo as como un viernes a las ltimas horas de luz, en que la fe roz alegra desatada por los Silvera bajo los nsperos del patio, se conjugaba con la compleja sensacin nacida en la cocina cuando se entregaba a reconstruir retazos del pasado. Entonces, cuando eso ocurra, jugo de perejil y msica de la ladera se misturaban con el recuerdo de su padre apretando un gran micrfono metlico en el puo, mientras cantaba tangos a beneficio de la escuela. Condenada a vivir entre cantores, la rubia Dina se saba infi nidad de letras y versiones de la msica tpica, aprendidas de una libreta con tapas de cartn corrugado que el veterano sola apretar bajo el brazo izquierdo, al tiempo que proyectaba el derecho en el aire y cantaba hasta que se le plateaba la garganta. Entre la casa del Nacho Silvera y el marco de la ventana, por encima del sopleteo del primus, la rubia vea a un grupo de mu chachos corriendo como condenados detrs de una pelota y ms ac, ya dentro del patio, vea a Johnny sentado detrs de las hor tensias. A ratos miraba a los muchachos, pero permaneca rgi do como una estatua negra que piensa en algo tambin inaltera ble, el mate entre las manos y la vista fija en los almcigos recin regados. Mientras escuchaba la msica de los Silvera y al mismo tiempo observaba al negro con la caldera tiznada entre las alpar gatas, ella se resista a creer que el destino de Johnny, duro como una galleta de campaa, no pudiese ser otro que el de cantar

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como un gringo solitario en los quilombos del mundo. Por el contrario, tena la conviccin de que a Johnny le hubie se ido mucho mejor en la vida, si se hubiese decidido a heredar aquella libreta que haba llenado su padre con mil sacrificios, ahorrndose por otra parte todo el tedioso trabajo que tienen los cantores cuando recin empiezan a formarse un repertorio. Ls tima, pensaba, que todo eso eran puras filosofas de un viernes de diciembre y ninguna de ellas iba a modificar el derrotero de un ne gro como Johnny Sosa. A decir verdad, estaba convencida de que eso dependa de la crianza y que si uno no haba tenido la suerte de que le introdujesen el tango en las venas como a ella en los tiempos de la niez, era seguro que todos los sufrimientos de la vi da que sobreviniesen luego, iban a salir del corazn en otra msi ca. Y eso precisamente era lo que le ocurra a l, pero con la penu ria aadida de que, cuando Johnny cantaba, se entenda l slo. Saba que ninguno de ios que frecuentaban el Chantecler , y tal vez nadie en todo Mosquitos con excepcin del cura Freire, entenda el ingls, siempre que fuese ese el idioma en que canta ba Johnny. Por lo pronto, el da anterior, luego de haber hecho la lim pieza en la casa del doctor Fronte, la rubia se haba encontrado con el cura que volva de cambiar novelas en el quiosco de Santana y estuvieron hablando del tema con reproches sentenciosos de parte del prroco. Ocurri en medio de la plaza y muy a pesar de l. Se vea a las claras que le caa torcido eso de andar hablan do a la intemperie con una mujer que viva en concubinato y que se negaba al sacramento. Es hora de que tu hombre deje de andar payaseando en ese sitio que t sabes , dijo el cura Freire, mientras cubra dos novelas de guerra de Clark Carrados con un libraco de tapas negras, espolvoreado de oro en el canto de las hojas. Ella pens que si esas palabras hubieran salido de la boca del libans de la mercera o de un civil cualquiera, lo hubiera mandado al carajo sin ms trmite y hubiera seguido su camino

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de los jueves hacia el barrio del repecho. Pero saba que andar mal avenido con el cura, significaba condenarse a soar porqueras polticas todas las noches de su vida. De modo que debi perma necer como una planta delante del sacerdote y lo nico que se atrevi a preguntar, fue de qu iba a vivir Johnny si no cantaba en los quilombos, porque a ella tambin le gustara que su negro tu viese oportunidades en cualquier sitio, menos en aquel que estaba frecuentando por necesidad. Con la cara enrojecida por los vinos de la viuda de Paroli, el hombre de la sotana reflexion al rayo del sol sobre lo que haba dicho la rubia y al fin, hizo un ademn o apenas un gesto de consul tar con la providencia si debera decir o no lo que estaba pensando. Decidi que s con un cabeceo rpido y, luego de una pausa ras treadora de debilidades, coment que ya haba estado hablando de la situacin de Johnny con el coronel Werner Valerio, cuando se trat en la junta de vecinos la posibilidad de cerrar de una vez por todas esos lugares dominados por las mujeres brasileras. Todo el mundo asegura que Johnny tiene una voz formida ble , dijo el cura. Pero sera bueno que empezara a preguntar se dnde va a seguir cantando, luego de que cierren ese mugrien to lugar . Con el gesto voluntarioso del que est empeado en darle una nueva oportunidad al perdido, agreg adems que si Johnny se preocupase por cantar en castellano, el maestro Di Giorgio podra ocuparse de l y formalizar, cuando llegase el momento, su ingreso en una orquesta con cierto futuro. Eso jams pasar conmigo , le dira a Johnny cuando le cont del encuentro en la plaza, turbada porque todava hubiese gente que se ocupara de la suerte del negro, aunque ms no fuese para reconocerle los mritos de su voz. Si algn da me renom bran ser por mi habilidad para hacer buuelos en lo del doctor Fronte, pero no tendr la suerte que vos tens. Por qu no apro vechas y hablas con ese Di Giorgio para que te haga un cantante como la gente? Cuando Johnny la vio llorar como no haba llorado nunca, le

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removi el alma su empeo por darle vuelta la pisada al destino de ambos y pens que dos mujeres como la rubia Dina no iba a encon trar aunque naciese de nuevo, de modo que, de all en adelante, si se preciaba de buen sujeto, deba tener en cuenta la opinin de alguien que se haba jugado a vivir con un perdedor. Silencioso, confundido, Johnny pas varios das sin decidir se. Anduvo de aqu para all sin respiro, preparando un par de canteros nuevos, uno de arvejas y otro alto y rectangular, entablonado por los cuatro costados para los cebollinos, aunque pen s en un bostezo inmenso que tambin deba preparar un tercero para la incertidumbre que le creca con la voracidad de una enre dadera. Ignoraba adems de dnde comenzaba a brotarle la nos talgia, pensamientos que nunca haba pensado antes y que en de finitiva tenan que ver con la cuestin de como, un negro como l, haba llegado a ser lo que era. Carajo, qu ser de la vida de Melas Churi? , se pregun taba mientras plantaba los cebollinos a la distancia de un jeme uno de otro. Se figuraba lo que podra ocurrir si al da siguiente se levantara muy temprano, se apostara en la cocina a mirar por el agujero del adobe y esperara a que se hicieran las siete para en cender la radiolita de dos pilas. Pero como a esa altura de los das ya no entraban por el agujero los juegos de magia neblinosa, sa ba que, si lo haca, iba a ser para amargarse. Lo nico que iba a lograr, se deca a s mismo, sera enterarse de quin era el traidor que haba sustituido al hombre del espacio frtil de la madrugada, algn sujeto oscuro que jams tendra una historia descomunal para contar como la del gigante de Austin, de quien slo l saba su final. Tal vez no hay nadie a esa hora , pens. Tal vez es t prohibido hablar por el micrfono a las siete de la maana, porque a los milicos les resulta una joda andar controlando a los que hablan tan temprano" . Era evidente que se senta miserable, sin gua y lo que era peor, a punto de perder lo poco que haba arriesgado y desafiado para ser un cantante con historia propia. Un hombre negro que si bien no tena estudios, habra aceptado como Lou Brakley los ofi

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cios ms duros, los sueldos ms denigrantes y todas las expiacio nes necesarias a la hora de contarle a los perdedores cun duro haba sido su pasado. Pero en esos momentos, divagaciones al atardecer de un viernes cuando haba finalizado con el riego de los almcigos, ya no estaba tan seguro. Sentado en la silla enana detrs de las hortensias, mirando sin ver lo que haba hecho, saba que a su espalda, por la ventana abierta, la rubia Dina le taladraba la nuca, exasperada por la espe ra de que tomara de una buena vez una decisin en la vida. Tam bin le llegaba el escndalo de ese maldito aparato japons, puesto a todo volumen tres ranchos ms abajo por la mujer del Na cho Silvera, una parda febril capaz de bailar durmiendo. Esos negros de mierda no me dejan pensar , se quej, a sabiendas de que se trataba de una ltima excusa para demorar un poco ms lo que se le antojaba un juicio final avinagrado. Qu lindo debe ser el aparato del Nacho , exclam ella en un desenfadado alarde de envidia, en realidad un pescueceo por la ventana advirtiendo a su manera que se estaba terminando el plazo. Un carajo debe ser , dijo l, malo porque no se avena a la forma irrespetuosa en que la rubia lo impulsaba al cambio. Segu ro que no pensara lo mismo de haberlo visto tan solo una vez sobre la tarima del Chantecler , doblado sobre la luz de las cuerdas, la Black Diamond como una ametralladora directa a los nazis que no quieren entender. Y sin embargo, todos lo entendan, pen saba. Les daba en el corazn y a otra cosa. Pero los tiempos cambian y la luz se apaga , se dijo con un suspiro de rendicin, mientras se levantaba y se acercaba con el mate en la mano a la ventana de la cocina. La rubia sinti su pro ximidad y se apoder de ella una inocencia estremecida, pero si gui con la frente inclinada sobre el picadillo de perejil, afanada en sus pequeos montes destruidos. Esta bien , dijo Johnny. Voy a hablar con el maestro Di Giorgio aunque no sepa lo que va a hacer conmigo . Ella lo observ con los ojos abrillantados, como diciendo

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pobre mi negro querido, que" manera de abrirse paso entre los troncos y las espinas , pero no le dijo nada. Lo dej irse al dormi torio a que se vistiese todo de negro, a que se colgara el medalln de plata y se largara luego con el mismo paso largo de siempre en la bajada, en direccin a la casa donde le haba dicho el cura. Y as fue. Cuando iba, Johnny llevaba en el entrecejo esa inconfun dible actitud de alerta de los que van pensando: Voy, pero a m no me van a joder .

Sin embargo, sin que tuviesen necesidad de decirlo con pala bras, lo jodieron. Quitarle el nimo de ser lo que quera ser, fue una cuestin improvisada durante los ratos de ocio, por el grupo de notables que emprendi la empresa de transformarlo. Una ges tin de contornos deportivos que Johnny no lleg a entrever sino a la hora de las tragedias cercanas, cuando los sueos dejaron de re frescarle la oscuridad. El principio ocurri aquella noche casual aunque por ese entonces ya nadie estaba muy convencido de que en Mosquitos sucediese algo por accidente en que el grupo se haba queda do silencioso y esperaba a que el viejo expusiese sus pensamientos en voz alta y dijese de qu forma iba a iniciar al negro por el nue vo camino. El maestro Di Giorgio era un viejo tenor de cierta estirpe y una historia de odio muy detrs, algo de un rostro de mujer que mado con cido muritico y un violinista traidor metido en medio, cuyo olvido estaba condicionado al encuentro del ltimo rincn del mundo, siempre y cuando existiese all una mesa de casn y gente culta con quien asombrarse mutuamente. Si bien ese sitio pareca estar ubicado en Mosquitos, al com prender que los escasos ilustrados no cruzaban los tacos con los ociosos del bar Euskalduna , nico lugar donde poda encontrar se una mesa verde en todo el pueblo, el italiano se las haba inge niado desde un principio para frecuentar el parrillero del doctor Fronte, alcahuetear al coronel Valerio cuando este apareci en

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escena y deslumbrar a ambos con sus conversaciones sabias y sus horizontes sin confines. Sola hablar del Scala de Miln como Johnny Sosa lo haca del Chantecler y nadie gozaba ms que el cura Freire en esas ruedas, con las historias de los papas msi cos de doble vida o las trayectorias ejemplares de Cario De Lu ca, Fiorello Vastis o Gironella, hombres que haban triunfado sobre los escenarios de Europa luego que el maestro Di Giorgio, tras largos meses de trabajo, les ense a pronunciar de modo ma gistral la u oscura en medio del canto. De ah que Johnny, parado desde temprano de la noche ba jo la parra a la espera de que terminaran las ancdotas, no pudo menos que experimentar una seguridad alejada de la duda cuando el anciano, a la luz de un lamparn del patio del doctor Fronte, le mir las amgdalas con admiracin mientras le aseguraba que, si segua paso a paso sus consejos, el coronel Valerio podra echar le una mano en el Festival de Costa a Costa, para que asistiese, incontaminado por la comn pilladura de los divos, representando con su canto al pueblo de Mosquitos. En medio del humo de los chorizos que el coronel daba vuel tas y ms vueltas con una hoja de bayoneta, Johnny qued anona dado y silencioso por la propuesta. Mientras l pensaba y los de ms sacudan el hielo de los vidrios ambarinos, el anciano ilust r a b a al doctor Fronte, un hombre de chaleco eterno, incapaz de decir que no y a quienes muchos suponan de pendejos engominados, acerca de la forma en que Toscanini reclutaba a sus msicos desconocidos. El gran maestro , contaba con los gestos ampulo sos de un predicador, sala a recorrer villorrios, slo para escu char las bandas que tocaban los domingos en las plazas. Borra chos, desocupados, morralla bohemia de la peor calaa que Tos canini seleccionaba y converta en geniales artistas de la poca . Y mirando a Johnny recogido, casi invisible en un rincn del patio donde la luz casi no daba, agreg: Pues contigo puedo hacer lo mismo, muchacho . Con un engaoso aire de ausencia, como si tuviese ganas de estar solo, el coronel se limit a un largo trago de escocs antes de

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volver a las brasas. Por encima del vaso, atrado por un breve destello del medalln que le colgaba del cuello, observ fugaz mente los estreimientos del negro, pero no dijo una palabra. Volvi al parrillero al fin, palme un hombro del cura Freire que soportaba el dolor de sus tripas vacas doblado sobre sus rodillas inmensamente abiertas, la sotana haciendo un puente colgante, y le dijo bonachn: Reverendo, creo que estos chorizos ya estn . Johnny supo en ese mismo instante que nadie comenzara a comer mientras l estuviese presente. De modo que tena que de cir algo con sentido antes de retirarse o de que al doctor Fronte se le ocurriese algn capricho como mandarlo a carpir el patio en la oscuridad o traer una barra de hielo del bar. Bueno, me voy , dijo de pronto. Te vas? , dijo el coronel, mientras haca un tajo longitu dinal a un chorizo que todava crepitaba. S , contest Johnny, ni muy suave ni muy fuerte. S, seor, se dice , corrigi el coronel. S, seor , volvi a decir Johnny. Pero no le molest hacerlo. Por el contrario, con extraa in comodidad sinti que el tono del militar le haba seducido a tal punto que, con gusto, de haber estado en pedo en otro lugar, le hubiera contestado en ingls. Por alguna oscura razn le recor daba al tono firme y apacible de un comandante que haba visto en el Fuerte Laramie en una tarde de mucho calor. Mientras resis ta el morboso asedio final de una partida de cheyenes hijos de pe rra, el viejo oficial imparti una orden definitiva, incuestionable mente heroica, que arranc un recio is, sar! del capitn de labios agrietados por la sed, hroe verdadero que tena que cum plirla a rajatabla desde la empalizada del fuerte, en una noche tan oscura como el motivo que llevaba a Johnny a irse tan lejos en sus pensamientos. Bueno, muchacho... en qu quedamos? , pregunt de pronto el maestro. Te gusta la idea de cantar en castellano y sonrer como hacen todos los cantantes?

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Johnny ech la cabeza hacia atrs y lo mir con desconfian za, tratando de adivinar por donde iba a saltar la liebre de la bur la. Cualquiera saba en Mosquitos que si l era un hombre adus to, que si no dejaba caer una buena sonrisa ante el saludo de un vecino no era que fuese un tipo triste, era sencillamente as porque careca de una buena dentadura. Es ms, tampoco posea una mala dentadura, porque para hablar de eso, de algn modo hay que tenerla. Y el negro Johnny haca muchos aos, desde que los dientes se le aflojaron como estacas y se le fueron a sonrer por ah, que tena las encas tan peladas como las rodillas de un catlico. Pero el viejo astuto le entrevio la razn del parpadeo y le sali al paso. S lo que ests pensando, muchacho , dijo. Tendrs que ponerte los dientes que te faltan y luego venir a mi casa a recibir clases de canto. Vas a empezar de cero y con mucha humildad... El coronel lo mir mientras coma, haciendo unos ruidos fan tsticos con su garganta. Qu te gusta ms, el bolero o la tpi ca? , pregunt. A Johnny le pareci increble que un hombre de la guerra le preguntara cosas de la msica. De todos modos, ni lo uno ni lo otro de lo que haba dicho le gustaba, pero pens que si les deca la verdad, que le gustaba el blus y cuanto ms azul mejor y que no tena en mente cambiar de gnero, se iban a contrariar y lo que era peor, lo dejaran sin nada. Sus dientes eran los vidrios del alma , gustaba decir Melas Churi en El espacio frtil de la ma drugada , refirindose al efecto que haca la sonrisa de Lou Brakley cuando se trataba de consolidar una amistad. El bolero , dijo Johnny. Esperaba que dijeras eso , sonri el coronel, sin dejar de mascar con la boca abierta. Maana vas a las barracas y le de cs al dentista que sos el cantante del coronel Valerio. El va a en tender... El doctor Fronte era el nico capaz de entrever los verdade ros pensamientos de Johnny, pero se reserv para s las conclu

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siones, fruto de cierto conocimiento de la gente del pueblo, aris tas que ni al cura Freire desde la penumbra del confesionario le estaba permitido conocer. Saba que el negro estaba mintiendo descaradamente, pero ignoraba la razn ltima que le impeda decir lo que, en otra ocasin, de buena gana hubiera dicho. Es decir, que los boleros eran para los maricones de la lrica. Saber que Johnny estaba fomentando lo ladino de su alma, fastidi al notable y, al mismo tiempo, las blanduras del alcohol lo llevaron a preguntarse si acaso a negros como el que tena delante, la vida los haba golpeado hasta el extremo de poder experimentar sola mente emociones dbiles. Eso s , advirti de repente el doctor Fronte, un dedo di recto al pecho. A m no me vas a joder: te vamos a sacar bueno, pero se terminaron las entradas al quilombo . Johnny no pudo confiar en la firmeza de su voz y no dijo na da. As que te gusta el bolero, ch... coment el coronel bajan do las comisuras, tal como si el doctor Fronte no hubiera hablado. A Mosquitos le vamos a mandar las locas de vuelta al Brasil, pe ro le vamos a dar un astro de la cancin, qu tal? El cura Freire vaci una jarra de cermica sobre los vasos y empez a hablar de los gloriosos escndalos que, en la dcada del cincuenta, haba provocado en Mxico el padre Jos Mujica cuando se bajaba del altar para entregarse a cantar canciones de amor. Empuando la bayoneta belga para dar mayor nfasis a sus palabras, el coronel encontr que el ejemplo era bueno y obser v que el padre Mujica debi, en medio de las torturas del espri tu, colgar finalmente la sotana para seguir cantando. Agreg adems que saba de muchos casos en la historia, de gente que tuvo que colgar algo ante la alternativa de dos pasiones inconci liables, porque de lo contrario, si se conviva con ambas, inexora blemente, una terminaba ultrajando a la otra. La vctima, con los ojos enrarecidos, termina por marchar al matadero sin que nadie tenga que obligarla , dijo. Afuera reinaba el silencio. Uno de esos silencios puebleros

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en el que slo el chasquido torpe de los cascarudos, estrellndose contra las lmparas, vibra sobre la oreja del que piensa y escucha. Los tres hombres se quedaron hablando de otros temas des conocidos, con una indiferencia de la cuarta persona que se pare ci tanto a una mediacin de despedida, que Johnny termin por descubrirse cerrando el portn del patio y con los pies en la vereda. Junto al cordn, un par de soldados, que fumaban y habla ban en voz increblemente baja en el interior de un jeep , lo vieron permanecer por un momento all, paralizado, con una agre sividad sostenida que le impeda decidir adonde iba a encaminar sus pasos. Por un momento se callaron y siguieron observndolo desde la penumbra, pero como Johnny no se mova del sitio, uno de los soldados baj del vehculo con ostensible ruido de herrajes y con esa lenta autoridad del que est acostumbrado a topar con el pe cho, se acerc hasta que pudo olerlo y le oprimi el codo con fir meza. Circul, hermano , dijo. Porque si sale el coronel y te ve parado aqu, te va a colgar de las pelotas" . Como al cura Jos Mujica, dijo Johnny, sin tener muy cla ro por qu lo deca. Se solt con brusquedad del tipo que preten da tironearlo y se dej ir por las buenas hacia las oscuridades ms solidarias del pueblo, donde era posible dejarse inundar por las abundancias de las madreselvas y no escuchar tantas adver tencias de la gente.

Visiblemente irritado, el soldado lo vio venir desde sus ojos ocultos en el fondo de un casco desmesurado y negro como una olla de guiso y cuando estuvo a pocos pasos de distancia, seguro de que el que vena no pensaba aminorar la velocidad de sus pa sos, lo par en seco frente a los empalidecidos enanos de la entra da. Haciendo un gesto abrupto con su ferretera de guerra para impedir que el recin llegado descansara sus indolencias sobre el enano ms triste, el guardia pregunt sin bajar la bayoneta aa dida al fusil, qu diablos le haca suponer a un negro que poda entrar como Perico por su casa a un cuartel militar en tiempos de estado de sitio. Johnny, levantando los ojos en una rpida ojeada, vio la chu pada cara secreta dentro del casco y no pudo reprimir la tentacin de usar un poco de esa efmera jerarqua que suelen otorgar algunas palabras de presentacin. No te entusiasmes, Gutirrez" , dijo en voz baja pero firme, sentndose definitivamente sobre la cabeza del enano ms pr ximo. El dentista me est esperando. And y decile que est el cantante del coronel" . La chupada cara secreta volvi a cavilar hacia l por un ins tante. Al fin, convencido de que el atrevimiento de Johnny Sosa no era una ilusin, el guardia apost para s a las peores conse cuencias y fue y le dijo a otro mire cabo, ese negro que est ah dice que el dentista lo est esperando y que viene de parte del coronel Valerio pero vaya a saber si es cierto . Un tercero ms le jano recogi el mensaje, se tom su tiempo para desaparecer en

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tre las barracas barnizadas y luego de media hora, la cadena de chasques verdeoliva desanduvo el camino con la misma ausencia de nervio. La respuesta sorprendi a Johnny con su mirada divagada sobre las primeras viviendas de Mosquitos. Ubicadas ms abajo entre los pedregales, las vea como una tortuosa fila de ranchos desbaratados en sus propias pajas y chapas acanaladas, demasia do frgiles desde aquella altura que les restaba significacin y desde donde nunca antes se le haba ocurrido observarlas. Cuando el soldado le dijo de mala gana que el permiso de entrada estaba concedido, Johnny pas frente a l con la cabeza gacha. Manoseando el medalln del pecho, rogaba que nadie, desde el casero, lo estuviese viendo trasponer por sus propios medios la terrible barrera blanca y roja flanqueada por los enanos del dentista. Y as empez, con una trivialidad insensible, lo que vendra a ser un fin. En los das siguientes, por ms que Johnny haba empezado a enmudecer y a rehuir encuentros de gente conocida, tanto el cura Freire como el coronel, el maestro Di Giorgio y la guardia, supie ron de la evolucin de los trabajos de ortodoncia y de su boca arrionada atragantndose con la pasta rosada y preambular de una sonrisa que jams haba tenido. Al fin, una maana de oportuna llovizna y tiempo loco, con los dedos trenzados sobre la barriga y rgido como un palo sobre el silln del dentista, Johnny lo vio venir definitivo luego de nume rosas pruebas de ingeniera. Alegrate, muchacho. Te voy a instalar el comedor , dijo el odontlogo. Era un gordo de humanidad dominadora y que a Johnny se le antoj, desde el primer momento, idntico a Burt Ives en E l infierno verde. Es decir, dotado de esa oculta ter nura que tienen los mdicos hundidos durante aos en los secre tos del trpico, y que por lo general aflora cuando tienen que tra tar a los negros desnudos antes de vacunarlos. De modo que abri desmesuradamente la boca, tal como si

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se resignara a que en ella alguien fuera a jugar al tejo con sus sue os de futuro y dej entrar aquel molde inmaculadamente liso, rosado y perfecto, que le pobl de pronto la caverna con unos dien tes blanqusimos como la leche. Increble , coment el gordo, levantndole el labio superior frente a un espejo de los que agigantan las imgenes. Sin decir nada, Johnny comprob all no ms que eran real mente hermosos. Pero tan crueles e indominables, que al llegar el momento de despedirse de la guardia, debi estrenar una boca que amenazaba con congelar para el resto de sus das una expresin de asombro tan involuntario y desencajado, como el bostezo de un caballo. Cuando lleg al rancho, la rubia Dina estaba descosiendo una camisa muy vieja para hacer repasadores y al verlo entrar al patio, los labios ms abultados que de costumbre, sellados como si se hubiera propuesto permanecer en silencio por varios das, supo que se trataba de un nuevo hombre. Tir a un lado el trapero, le hurg las costillas para obligarlo a sonrer para ella y luego se abraz con fuerza a su cuerpo, con la secreta intencin de que le mordisqueara un lbulo o el nacimiento del pescuezo, imitando los gestos que haba visto en el Daguerre en algunas pasiones de pelcula y que nunca, hasta ese da lloviznoso y magro, haba tenido la oportunidad de remedar. La rubia Dina comenz a sentir que algo ms importante an que los mismos dientes haba cambiado y sin saber por qu, sin saber cmo decirlo, lo tirone hasta el catre, le afloj el cintu rn y a poco estaban desnudos en blanco y negro en pleno medio da, mudos bajo las gotas del cielo y cogiendo. Ella febril, acomo dando el cuerpo de cuantas maneras es posible, para que l le imprimiera inditas mordidas en las nalgas, en los labios, en el cuero de la espalda, en los malabares de la lengua, en su misma penumbra amedrentada y, finalmente, en la galleta de piedra que la rubia trajo para el despus y que Johnny desplegado en su ple na rendicin sobre la cabecera del catre, tritur sin tregua hasta la miga ms innecesaria.

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Ella lo miraba hacer en silencio. Pensaba que era muy bueno eso de ver al macho completo y se le ocurri que, as de poderoso, debera sentirse ante su mujer el Nacho Silvera el da en que apa reci sosteniendo con las dos manos su gigantesco grabador ja pons, para hacerse cuando se le diese la real gana de bailongos propios. Cant para m , dijo ella de pronto. Y en el mismo impulso vol de las sbanas, volviendo enseguida con el espejo enmarca do del bao en una mano y la guitarra en la otra. Y Johnny cant. Arrug la frente como si se hiciera cargo de dolores ajenos, ensay maneras nuevas que el espejo devolvi intactas desde el vientre desnudo donde ella lo apoyaba y luego, una expresin de completa concordia pareci ganarle la intimidad. Negro maldito , murmur ella estremecida, al ver que l mova la cabeza como si tuviera una hermosa duda. Se trataba de descender o no los dedos sobre el encordado de la guitarra, mien tras sus msculos irradiaban ese sordo fervor de ios dbiles al asentar la espalda contra la aridez del adobe. Al fin, mirando hacia adentro, Johnny comenz a desgranar sin el menor atisbo de son risa, las prietas, ininteligibles y lerdas cadencias de No hay fa n tasmas. Con una rabia casi manifiesta, intent hacerle sentir a ella en carne propia aquellas estrofas hundindose una a una, como lo haba hecho siempre, en aquel rasguido de mortfera melanco la trado de los mismos pantanos del M ississip i, prestado un sbado de gloria en el Daguerre por la dulce y quin sabe dn de anda Tammy, para que l, con sabidura, lo incorporase como quisiera a sus secretos destinados a enloquecer a las crebles mu chachas del Chantecler . Pero la rubia Dina estaba muy lejos de responder como ellas. En su blanca desnudez, arrodillada y sentada sobre los talones, movindose al comps del manantial de Johnny, sosteniendo el espejo y observndole los dientes apenas insinuados en sus filos, sobre todo cuando elevaba el mentn al techo y gema "ay, ay, ay, fantasma de novela, .. sube y no ceses de subir ya prximo al . final, ella alimentaba como nunca la conviccin de que haba he

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cho bien en animarlo a renunciar a una vida que, por ms que lo intentase, no tendra luz del da. Pero cuando Johnny hubo terminado, y se quedaron ojo con ojo desde los extremos del catre atravesando blandamente el au ditorio imaginario, l supo sin palabras de por medio que era in til discutir. Que haba un tenue algo de estafa en todo aquello y que, tambin, la empezaba a querer menos. Qu piensan hacer conmigo? , dijo, sin esperar respues ta, dejando lentamente la guitarra a un lado. Ella tampoco lo saba. Lo que s saba era que, desde el mo mento en que Johnny haba llegado de las barracas y entrado al patio bajo la llovizna, que haban enredado las piernas en el ca tre y que l haba cantado y hecho todo eso sin dedicarle una so la sonrisa verdadera desde all hasta aqu, haba empezado a flo recer como una especie de desesperanza.

Durante algn tiempo Johnny anduvo conviviendo con las tor mentas ms crudas del alma y entre otras cosas no tuvo muy claro si aquellos que intentaban conducirlo de la mano hacia el triunfo, lo estaban queriendo como a un hijo menor o como a un caballo de carrera. Pero al mismo tiempo que juzgaba prudente no andar formu lndose demasiadas veces la pregunta, que era mejor antes que imprimirle nuevos giros al timn de la existencia seguir al pie de la letra los consejos destinados a convertirlo en el hombre nuevo de Mosquitos, el hecho de que estuviese rematando a golpes de cora zn un reciente ayer cargado de escenas impecablemente inter pretadas, le sacuda violentamente los cimientos y no haba nada en el horizonte que le hiciera suponer que la vida le iba a resultar menos terrible que antes. A veces andaba como enloquecido de arrepentimientos. So bre todo cuando se haca la noche del sbado y parecan adquirir una latencia de vida objetos como el peine de hueso, las botas re pujadas bajo el catre o el medalln con el santo de los marineros, prontos como antes a integrarse a las escenas luminosas del Chantecler . Te estbamos esperando, guacho , sola decir Mara Teresa de Australia, mirando con exagerada ansiedad su relojito dorado. Y el negro todo de negro y plata, suba a la tarima y cantaba, mientras Tom Cara de Humo se desplazaba como una liebre entre las mesas, hacindose la Amrica descargando botellas de su ban deja de aluminio.

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Tales pensamientos lo acompaaban puntualmente a la hora de realizar el trayecto de ida y vuelta a las clases del maestro Di Giorgio. Obraban como una gruesa cscara de eucaliptus que le haca vivir hacia adentro e ingenirselas para no cruzarse en la pla za con algunos conocidos del quilombo o para no reparar en que el pueblo se iba vaciando por las noches como en los tiempos de la fiebre amarilla. Slo en dos oportunidades sus ojos se abrieron a instancias de lo que ocurra afuera y si la tercera es como dicen la vencida, ocu rri algn tiempo despus, casi sin que se diera cuenta del orden de los nmeros. La primera ocurri en el encuentro fortuito con el cura Freire, que volva de cambiar novelas policiales a la hora de la siesta, cuando aquel le pregunt cmo iban las clases de canto con el maestro. Johnny se inquiet mucho porque nunca haba conversado con el sacerdote en la calle y mientras le contaba que el ltimo ejercicio consista en aprender a respirar caminando y sin soltar las rabias, no pudo dejar de tironear una y otra vez el medalln que le colgaba del pescuezo durante todo el rato que dur el encuentro. Los santos no se manosean, muchacho , observ el cura. Lleg la hora de que te apoyes en tu propia condicin y dejes de andar jodiendo a tu santo por cualquier cosa . La segunda vez ocurri la tarde en que se encaminaba a la casa del maestro para comenzar a cantar melodas con un lpiz de carpintero entre los dientes, despus de haber terminado con los ejercicios de respiracin. Si bien a las otras dos maestras de la escuela no las conoca ms que de vista, encontrarse de aquel modo con la vieja maestra Erminia le produjo el mismo efecto que sufren algunas personas, cuando luego de no ver por mucho tiempo a un ser querido, se encuentran abruptamente con l encajonado en el medio de un velorio. Desprevenido por el silencio de la siesta, de narices se dio con el gigantesco operativo militar destinado a aislar el viejo casern

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donde vivan las tres maestras del pueblo. Acogotados por las cuerdas de los sargentos, los perros flanqueaban al coronel Vale rio entrando a la casa con la camisa arremangada y la pistola en la mano. Mientras adentro ocurra lo desconocido, un camin tol dado se abri paso entre la guardia ceida que cerraba la calle y atrac de culata frente a los malvones del portn, para que descen dieran con enloquecida comodidad una decena de hombres que se perdieron entre las plantas del jardn. Al cabo de un rato, a marcha de trote, emergieron nuevamen te arreando a las tres mujeres con las cabezas cubiertas. De modo que Johnny no pudo saber cul era la directora Erminia, organiza dora de memorables beneficios en la escuela durante los tiempos de la guerra de Corea y en los que, invariablemente, participaba el difunto padre de la rubia Dina empuando el micrfono plateado de cantar tangos. El maestro Di Giorgio escuch de espaldas la narracin de Johnny acerca del incidente, mientras ordenaba las partituras sobre la mesa del comedor. Cuando se dio vuelta, tena una expresin de severidad que Johnny nunca le haba visto. Le dijo, mira muchacho, conozco tu desconcierto y le habl brevemente de los tiempos en que Italia viva situaciones similares y la forma en que hombres cautos como l haban salido ilesos de un infierno como aqul. Que algo habran hecho esas mujeres para que les pasara lo que l vio desde la ve reda de enfrente, dijo, y que eso no debera distraerlo de su trabajo para ocupar algn sitio un da en el Festival de Costa a Costa. A continuacin el viejo le tendi el manuscrito de caracteres gigantescos con la letra de Bsame mucho y luego de dar un taconazo sobre las baldosas, se pusieron a cantar. Horas despus, frente al plato de lentejas de la cena, Johnny rompi el silencio y le coment a la rubia Dina la forma en que se llevaron a la vieja Erminia de la casa de las maestras. Por algo ser , dijo la rubia sin inmutarse. Vos and sa biendo que la suerte te est echando una mano, aunque existan co sas que escuchemos y no entendamos .

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Yo no lo escuch, mujer , protest Johnny. Lo vi . Ella dijo que en realidad no se refera a eso. Estaba pensando en que no haba entendido exactamente qu quiso decir el doctor Fronte esa misma maana, cuando ella limpiaba de malandras a las macetas florecidas y l sali al patio en calzoncillos, observn dole la tarea mientras se rascaba la barriga. Dentro de pocos aos me vas a agradecer el no tener que andar ms de sirvienta por ah , le dijo, al tiempo que codiciaba aquel culo abundante que se trasladaba en cuclillas a medida que las plantas iban quedando limpias. Pero antes vamos a hacer re surgir al negro Fnix de las cenizas . Qu lindo , haba dicho ella, pagndole con una tmida son risa aquello que tena todas las trazas de una deferencia. Sin embargo se qued sin descifrar el sentido de las palabras, porque el doctor Fronte se fue adentro con la excusa de lavarse la cara antes de que se levantara su mujer. A eso me refera , dijo la rubia mientras lavaba en el latn los platos de la cena. Pero fue como si hubiese pensado todo en so ledad, porque Johnny se haba ido en silencio al patio y estaba bajo las estrellas, preguntndose si era tan bueno como pareca eso de dejar su destino en manos de los sabios.

Sesgando el ojo por el agujero de la pared de adobe, Johnny la vio como en la entrada de Dorothy Malone por el costado de la pan talla del Daguerre , cuando en Ultimo atardecer se encami naba despreocupadamente al establo a llevar un balde de agua para los caballos y se encontr de pronto, all, sobre la alfalfa, a Kirk Douglas boca arriba en plena traicin, desordenndole la blu sa a su propia hija. Toda una imagen de la normalidad sacudida por el asombro, la rubia Dina, que volva de limpiar las mugres matinales del doctor Fronte, se detuvo, lenta y atontada, obser vando,con la misma alarma de Dorothy Malone y de los vecinos, la forma en que los gurises del Nacho se acercaban peligrosamente a los soldados, para enseguida replegarse llorando detrs de las tomateras. No por miedo, pensaba Johnny con franca admiracin detrs del hueco, sino ms bien por el tremendo coraje que haba que jun tar para volver a acercarse y putearlos. Las voces eran agudas, fu ribundas y vivaces. Un vientillo de nervios las traa y las llevaba mezcladas con el humo de lea que barra los techos de paja, y de notaban una queja dolorida contra la injusticia y a favor del hom bre ausente. Hasta ese medioda de sbado haba tenido otra idea de lo que era, en realidad, como persona, el Nacho Silvera. Hasta entonces, aquel gigante saludador no haba sido ms que un infeliz demasia do grande para su bicicleta, sin mayores atributos a la vista como para llegar a ser el titiritero espectacular con que haba estado amenazando en algunas oportunidades. Durante aos, Johnny es tuvo realmente convencido de que al Nacho el mundo le pareca

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bastante seguro tal como estaba acomodado. Y hasta haba dado algunas pruebas de que no le caa mayormente bien eso de que le hablaran de cambiarlo, porque si tal cosa ocurra, daba a entender que nunca ms le iba a estar permitido soar con las cosas impo sibles. Con el mate crujiendo entre las manos por la inquietud, el negro Johnny pensaba que as era el Nacho Silvera. Un vendedor de chorizos al pan, predecible como toda la gente sin fortuna, del que cualquier vecino hubiera sospechado, con buen criterio, que sus sueos estaban largamente colmados desde el momento en que instal en su casa aquella grosera de grabador japons, un aparato capaz de sacudir las higueras a tres cuadras a la redonda con sus parlantes. Eso. El Nacho pareca no haberle pedido otra cosa a la vida que vender la cantidad suficiente de chorizos, como para poder sentarse con la conciencia tranquila a escuchar durante noches enteras las emisoras del Caribe, sin que nadie de la familia le anduviese jodiendo la paciencia porque faltaran fideos en la olla. Sin embargo, a pesar del escaso cuidado que haba puesto en observarle sus das, tena algunos destellos que haban logrado del negrazo un respeto sostenido, que se fomentaba a gusto toda vez que anclaba aquel carrocajn humeante de tres ruedas en la vere da y haca su pasada nocturna por el Chantecler . Tal vez porque nunca tuvieron la oportunidad de sacudir los vidrios a solas en una mesa de boliche o porque al choricero le fastidiaban los amargados y los narradores de sentimientos, Joh nny se las qued sin conocer el grado de profundidad de aquellos planes en los que, invariablemente, lo inclua con la misma frase teatral, con la misma risa presumida: Negro, con tu pinta y con mi coraje, habr futuro para los dos en este m undo... Pero bastaba la presencia de un tercero impertinente, como la Terel cuando atravesaba su plaidera existencia en medio de las conversaciones para preguntar una y otra vez si habra sitio para las putas en el cielo, para que el gigante del pedregal se enfurecie ra y abandonase el mostrador golpeando sus talones en la nuca en direccin a la puerta.

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De ese modo,dejndolo para otro encuentro, sola interrumpir su viejo anhelo de recorrer Amrica dando funciones de tteres de calabaza, muecos de sonrisa franca que contaran la historia de Mosquitos, al parecer cada vez ms compleja y tortuosa, a medida que el Nacho fuera sumando las historias robadas de los pueblos que pensaba dejar atrs. El primero ser Buenos Aires! , gritaba desde la vereda, montado ya en su media bicicleta aadida al carrocajn, un extrao y colorido engendro de la imaginacin que esconda en su interior un primus incendiario y una sartn donde crepitaban los chori zos. Luego desapareca, muy rgido en la oscuridad, transitaba un par de horas por las enfardadas calles del pueblo y al fin, se plan taba frente a la puerta del Daguerre , donde venda el resto de la mercadera antes de que finalizara la pelcula. Pero el jueves por la noche el Nacho sali como siempre, pedaleando la pesadumbre del carro lleno y, por alguna razn des conocida, abandon el vehculo a un costado de la plaza y desapa reci del pueblo, privando a la mujer y a los cuatro hijos de una ex plicacin para el abandono. No obstante, lo que nadie entendi esa noche ni al da siguien te, fue esclarecido para el casero el sbado a medioda. Justo en medio de la espesa deliberacin de las cocinas, cuando los puche ros jadeaban frente a las barrigas de las mujeres y los hombres re fregaban con ladrillo la suciedad de sus pescuezos, un contingente de soldados armados sali por sorpresa de las barracas y rode a grito pelado el rancho de los Silvera. Luego de pisar la cabeza de varios pollos que se interpusieron en el trillo, los hombres verdes bajaron a patadas la media puerta del frente y a poco, desde su apostadero en la cocina, Johnny los vio entrar y salir casi enseguida con el gigantesco aparato del Na cho, seguidos en un trote por la mujer que gesticulaba y negaba intilmente ante los ojos de los guardias. En el instante en que la rubia Dina oscureca la puerta y entra bados soldados hicieron subir a la mujer del choricero en la parte

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trasera de un viejo Power wagon , bajaron luego el toldo y se marcharon por donde haban venido, mientras detrs, los gritos y los terronazos de los gurises arreciaban contra el vehculo. Qu habr hecho este anormal? , pregunt Johnny ha dando chasquear la dentadura contra el paladar. Abrillantada por el esfuerzo del repecho, la rubia puso delante de su silla la palangana con agua jabonosa y sumergi all sus pies enrojecidos. Recin al momento del quejido de alivio, levant sus ojos azules y repar en la expresin inquisitiva del negro, compun gido por todo lo que no alcanzaba a ver claro. " Qu te pasa?" , dijo ella. Cmo qu me pasa. A m, nada , dijo Johnny. Hablaba con voz spera, pausada. No ms pregunt que habr hecho el Na cho para que le pase todo eso en la casa . A l no le pas nada porque se hizo humo. Fue por el aparato japons. Ese que tiene, que tena. Dicen que lo compr slo para escuchar emisoras de onda corta y eso est prohibido , explic sombra, con un enigmtico rencor envolviendo las palabras. Se guardaba para s el genuino sentimiento de despojo que acaba ba de experimentar al trepar el repecho. De hecho, a partir de aquel sbado, se terminaban los atardeceres en que abra la ven tana de la cocina y recordaba los tiempos en que su padre era un hombre interesante, en que armaba un pasado muy bueno de co lores mientras preparaba la cena y escuchaba el estruendoso pro grama de msica tpica sintonizado tres ranchos ms abajo por el gigante del pedregal. Pero al mismo tiempo estaba la incmoda sensacin de haber sido sorprendida en su buena fe, de haber sido vctima de un engao de baja condicin. De que aquel hermoso artefacto que la haba embelesado a distancia durante meses, no era, al fin de cuentas, ms que un delincuente de seis pilas ostentando sonidos inverosmiles y reflejos luminosos, capaces de hacerle perder el sentido de la realidad a una legin de gitanos. Que se joda entonces... , concluy ella mientras se frotaba vigorosamente los tobillos con una piedra pmez.

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Cmo que se joda? , se sorprendi el negro. Qu hay de malo en eso de escuchar emisoras de onda corta? Cmo que hay de malo? , remed ella. Est mal porque en la onda corta hablan contra el gobierno . Quines hablan? , pregunt Johnny, lamentando por pri mera vez las limitaciones de la pequea spika de una sola on da. Ellos, los rusos , dijo la rubia. Luego sac los pies de la pa langana y los calz mojados en las alpargatas. A Johnny le vino a la memoria un tambero francs de la Resis tencia que haba visto en el Daguerre . Todas las noches, cuando la familia descansaba, el tipo se iba con el farol al galpn donde dorman las vacas y entre los mazos de forraje, entre el nervio y la impaciencia, conectaba las partes ocultas de un aparato desastro so, con la esperanza de escuchar la transmisin en clave del desembarco de Normanda. La noche que emitieron la seal, casi al final de la pelcula, aquel paisano de chaleco y polainas se entreg a una borrachera feliz, hasta que al fin fue sorprendido por los alemanes durmiendo la mona bajo una vaca y con la radio a todo volumen pasando los ltimos xitos musicales en Londres. El negro no pudo menos que experimentar un profundo sen timiento de respeto por el choricero fugitivo, porque se le ocurri que si en lugar del tambero francs hubiese sido el Nacho Silvera el que esperase la seal del desembarco de Normanda, los alema nes hubiesen pasado aquella granja de largo y sin capturar a nadie, ya que el Nacho, a juzgar por los incidentes de los ltimos das, haba demostrado ser mucho menos bocabierta que el fran cs. De modo que permaneci callado, poblando la cocina con su humanidad desplegada y con los ojos clavados en los pies de ella, los dedos nudosos dibujados por la humedad en la tela de las alpar gatas. La rubia ech alcohol al primus con la intencin de empezar a cocinar y mientras se enfrascaba en la tarea coment que era intil

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que se hubiese escapado porque, tarde o temprano, los milicos lo iban a agarrar fuese donde fuese. Johnny pens que la ltima palabra no haba sido dicha y la esperanza le lleg de su misma imaginacin desaforada, del re cuerdo de los franceses marchando entre los barrizales y pasn doles por arriba a los alemanes. Cuando sali al patio se qued largo rato mirando el rancho silenciado de los Silvera. Los gurises no se vean por ninguna par te. El Nacho deba estar muy lejos ya, en Buenos Aires tal vez. Se lo imagin intentando convencer a un empresario mal afeitado de que sus tteres eran algo digno de verse en cualquier parte del mundo. Al fin termin por patear uno de los tarros vacos para plantar claveles y se pregunt quines seran los franceses en esta his toria.

Pocos das despus del incidente en el rancho de los Silvera, el coronel Werner Valerio se encontraba en su despacho de las barra cas revisando legajos de vidas ntimas, cuando lleg un oficial de investigaciones a comunicarle que Johnny Sosa, el cantor, haba dado, a su entender, el primer mal paso. El coronel le indic una silla en el rincn de la sala, junto a la ventana que daba a los eucaliptus, y por un buen rato continu hurgando en el expediente secreto recin terminado, referido a la persona y las costumbres del sacerdote Bartolom Freire. Mient as el otro esperaba con la mirada perdida entre los r r boles, el coronel continu en su amarga y siempre renovada refle xin de que si para algo le estaba sirviendo obrar como militar all, donde antes lo hacan los civiles, e ra para sorprenderse en grande de la terrorfica distancia que presenta el alma humana, entre su bien trabajada apariencia y sus deformadas profundidades. Quin iba a sospechar, si no, pensaba, que en la biblioteca ntima de un hombre como el cura Freire, lejos de encontrarse un slo libro que colaborase con la comprensin de la teologa o de los fenmenos del espritu, se hallasen las ms variadas lecturas de entreteni miento que pudiese imaginar en su vida cuartelera. De una pared a la otra del santo sitio del cura, se extendan, de acuerdo a los sucesivos informes, las viejas ediciones verdes del Tit-bits , las tres versiones apcrifas chilenas de la princesa rusa, los once tomos del diccionario del terror de Vergara Merca do, la vergonzante apologa del carajo del autor del himno nacional e innumerables ttulos de evidente valor sentimental, como segu ramente era La reina de la pradera , primera novela del oeste es crita en los aos veinte por Marcial Lafuente Estefana.

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Ya ni en la paz de los sepulcros creo , dijo con asco el coro nel Valerio. Cerr el legajo con brusquedad y lo puso en el lti mo cajn de su escritorio, pensando al mismo tiempo en qu tipo de conducta adoptara en adelante toda vez que se encontrase con el cura. Luego permaneci unos instantes observando a travs de la ventana la copa de los eucaliptus. Una bandada de cotorras tra bajaba en medio de febril algaraba en un nido demasiado chico. Al fin el coronel soplete su fatiga, baj los ojos y le pregunt al hombre de la silla qu era eso del mal paso dado por el negro Johnny Sosa. El sujeto hizo ondular su bigotillo erizado sobre el labio su perior y se puso de pie, comentando que el cantor que le haba tocado en suerte haba salido muy temprano de su rancho en el repecho, para afincarse buena parte de la maana en el bar Euskalduna y hacer algunos comentarios extraos ante los parro quianos. El coronel puso una expresin indefinida, entre la molestia profunda y cierta demolicin interior, y volvi a mirar a las coto rras. Se dijo que si aquellos pajarracos se las ingeniaban mejor, tal vez podan corregir el error ensanchando el nido hacia los costados y no hacia abajo como lo estaban haciendo. Comentarios extraos? pregunt sin dejar de mirar a las alturas. Qu comentarios extraos? En realidad, era estrictamente cierto: No voy ms a lo del viejo Di Giorgio , fue la frase exacta. La expres en voz ostensi blemente alta en el bar Euskalduna , frente a la plaza, mientras echaba unos dedazos de sal a uno de los huevos duros que el vas co siempre tena bajo la impecable campana de vidrio, especial mente dipuestos para los mareos de la primera caa de la maana. De los sujetos que estaban acodados en el mostrador, dos mo renos de pena temprana, un inspector de rutas fastidiado por la ausencia de destino, el tambero Romeo Toss, un casi anciano que marchaba religiosamente todos los mircoles al centro de Mosqui tos, esperando que fuera se el da en que su hijo quedara en li

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bertad, o el hombre bajo de bigotito raleado y puntudo, ninguno de ellos prest en apariencia la menor atencin al comentario ni le dijo tampoco a Johnny, esa decisin es cosa suya hermano. Para el negro, el ideal hubiera sido que todo el pueblo, gen te de todas las edades, amigos y enemigos, mujeres del quilom bo y policas conocidos, hubiesen estado all, apiados en el de sierto saln del bar slo para aprobar lo decidido, pero sin decir na da al respecto. No voy ms a lo del viejo Di Giorgio, vasco , volvi a repe tir, contentsimo. Se le vea a flor de piel la satisfaccin de pergear, en un mo mento sin importancia, ese encanto trascendente que slo lucen aquellos que, en mitad de una caminata hacia ninguna parte o cuando quiebran un palito sin vida o levantan el brazo izquierdo para introducirlo en la manga de un saco a cuadros, largan al buen aire la facultad de ir contra toda exigencia. De decidir, si cuadra, que por ms nubes de tormenta que cuelguen desde el cielo sobre una maana, no va a llover. El vasco Euskalduna no se sorprendi de que un tipo como Johnny, que jams haba cantado dos canciones iguales, no tuvie se constancia para nuevos aprendizajes. Lo haba visto crecer des de los tiempos en que era un puado de chocolate yendo a la escue la y saba que sus hbitos de trabajo no haban ido, que l supiera, ms all de vender pollos enjaulados o manzanas juntadas del sue lo en la feria de la plaza. Por lo menos hasta que dej de hacerlo y decidi dedicarse a cantar los sbados de noche en el Chantecler , todo un mrito digno de ser ventilado a los cuatro vientos a juicio del vasco, ya que los honorarios que poda juntar el negro Johnny en aquella lata de dulce de membrillo que acostumbraba disponer al borde de la tarima, eran suficientes como para impedir que algn lengilla anduviese diciendo por ah que viva a costillas de la rubia Dina, su mujer. De ah que al dueo del bar se le oscu reci el semblante cuando se enter de que el negro Johnny Sosa, de la mano del maestro Di Giorgio y otros alcahuetes del coronel Valerio, haba abandonado la modestia de aquella vida para em-

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lar trayectorias como la de Lucho Gatica o Antonio Prieto, con la intencin de pellizcar algn triunfo acomodado de antemano en los festivales de Costa a Costa. Cantando canciones de segunda mano no va a llegar a nin gn lado , haba sentenciado el vasco por esos das. Al negro Johnny lo van a arruinar y va a terminar cantando como cualquier negro en la banda del cuartel . Dentro de poco lo vamos a ver de uniforme de fajina carpien do los jardines de los oficiales , decan los parroquianos. A esta altura lo veo clarito hacindole los mandados a la mu jer del coronel , decan otros. Un da se va a retobar, lo van a estaquear, lo van a cagar a palos, se le van a quedar con la mujer y ah s que se termin el negro... , deca el vasco. Por eso, al escuchar la frase doblemente repetida de abando nar las clases de bolero con el viejo Di Giorgio, el vasco Euskalduna levant la mirada hacia donde el negro descascaraba la blan cura de otro huevo y encogi los hombros, tratando de simular una indiferencia que cubriese la esperanza. Se te va a armar lo , fue lo nico que se le ocurri decir. Fue lo nico que dijo el vasco del bar , coment el oficial de bigotillos erizados, bajando la voz y observando a travs de los vi drios el escandaloso quehacer de las cotorras. Y el negro qu dijo? , pregunt el coronel. Nada. No dijo nada. Se ri noms, le mostr los dientes nue vos que le pusimos nosotros y se fue del bar comiendo el huevo duro. Y ah termin la cosa, coronel , dijo el otro, sin dejar de mi rar afuera. Era evidente que barajaba una idea violenta con res pecto al eucaliptus, a las cotorras y a la basura de ramas que esta ban haciendo en el patio de armas. Y usted que piensa de todo eso? , sigui preguntando el coronel Valerio. El otro se sorprendi y trajo rpidamente la mirada al escri torio. Pienso que est mal, mi coronel , dijo recomponindose en

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la silla. Pienso que hay que ser ms agradecido con los que hacen algo por uno, porque si un suponer a m me hubieran regalado los dientes como a ese negro traidor, que buena falta me hacen, so bre todo los de atrs, yo no tendra vergenza de andar diciendo donde cuadre que gracias a usted yo puedo mascar galletas y hasta baldosas con esos dientes. Pero usted ya sabe, mi coronel, cmo son estos negros, porque ya le digo: si hubiera sido yo... La macana es que usted no sabe cantar , cort el coronel.

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Al verlo enmarcado en la entrada, aparecido de pronto como una psima estatua inoportuna, Tom Cara de Humo agach la ca beza y se entreg a un impulso repentino de sacudir fregones so bre botellas y charcos de mostrador. Era verdad que le daba ale gra ver aquella figura enteramente negra, con su robusto meda lln plateado y su majestuosa soledad. Pero estaba convencido de que si Johnny traspona el marco y entraba, iba a correr con el te merario riesgo de los pjaros atrados por el alpiste y lo que era peor, se convertira en una de esas excusas que, sbados ms ac, o domingos ms all, se estaban esperando para clausurar definiti vamente al Chantecler . De modo que rogaba que nadie lo hubiese visto todava, que el muy imbcil reflexionara, diera me dia vuelta y se perdiera en la noche sin violentar la prohibicin que le fue impuesta por los das en que le pusieron los dientes. Pero la Terel, por lo pronto, lo haba visto. Envuelta en el reboso portugus, con los puos hundidos en la neblinosa hondonada de sus tetas, dijo friolenta: No entres Johnny . Pero lo dijo igual que Tom Cara de Humo, a sabiendas de que el Chantecler estaba condenado si entraba, ms bien en viando sus temores al fondo del vermouth servido ante s y espe rando que al volver a levantar sus ojazos negros, Johnny Sosa hu biese desaparecido como por un milagro ms del santo de los qui lombos. Entr, payaso , deca malignamente para s la Celeste, una de las que suponan al negro vendido al bajo precio y metido por propia voluntad bajo el ala del viejo y alcahuetazo maestro Abraham Di Giorgio. Quedate donde ests, querido. Volv a tu casa , peda Ma ra Teresa de Australia, una de las que saban a Johnny obligado a

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trastocar su vida a cambio de alguna secreta amenaza contra el porvenir. Pero todos, sin excepcin, por ms que anduviesen repartidos entre dos ideas, mantenan la atencin en el par de botas deste llantes y clavadas en la eternidad, que a decir verdad, no era tanto, sino apenas el instante suficiente como para que el recin llegado inspeccionase el interior del saln, tal como el que intenta, luego de muchos aos, observar por dentro la casa de la niez. Al fin, con las manos hundidas en los bolsillos, Johnny dio el primer paso y entr. Luego dio el segundo y el tercer paso, se labr un estudiado camino entre las mesas, sac morosamente del bol sillo la mano de saludar para aventar el humo de los cigarros y a costa de unos dientes impecables, capaces de infundir terror a la peor tristeza, termin por regalar una formidable sonrisa para todos. Opa, Johnny , dijo uno de los funcionarios del Correo, se- ' alando con picarda, con slo mover el mentn, la tarima cubierta de diarios viejos, en uno de cuyos vrtices an sobreviva la lata de dulce de membrillo para los honorarios. No pasa nada, abuelo , fue el comentario de Johnny mien tras mascaba una goma invisible. Al llegar al mostrador, se abri un sitio entre los parroquianos acodados y extendi ante Tom Cara de Humo sus palmas hacia arriba, imitando esa manera entre amigable y triunfal que haba visto en algunas pelculas donde tra bajaban negros del Bronx. El otro sigui el juego de mala gana, golpe aquellas palmas con las suyas dos veces y Johnny se ri abiertamente, de modo que se le vea una increble y bien alineada doble fila de muelas en el fondo. Qu tal, Tom.Jast fri enymore, como dijo el otro , salud el negro, Eso, Johnny: sabremos cumplir , dijo el hombre del mostra dor, sirvindole una cerveza. La Terel se acerc un poco ms y le apret el codo con afecto pero sin hacer ningn comentario. La Celeste tambin se aproxim y al paso dej caer al lado los fluidos de la perfidia.

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El coronel te dio permiso para trasnochar? , dijo entre dientes. Gracias, nena. Para m no eches azcar , dijo el negrazo y la olvid por el resto de la noche. Pero se le haca evidente que haba hostilidad, colores grises, cambios en la noche. Baj la cer veza en silencio, y pas un rato observando las estanteras despo bladas, la cortina demasiado inmvil de la trastienda por donde an tes entraban y salan las mujeres, las mesas ms de martes que de sbado y grupos de gente nueva, mestizos del norte. Milicos de civil , se dijo. Se dice que van a cerrar el Chantecler , dijo en voz baja la Terel, parpadeando en el escondido reproche que coloreaba las palabras, dando a entender que muchas cosas haban cambiado desde que l se haba decidido a abandonar el quilombo para aprender boleros y melodas con el enemigo. El negro se encogi de hombros, pero sin desprecio. Dijo que no vea por qu el Chantecler se iba a salvar del mismo destino ininteligible de Melas Churi, de la maestra Erminia y las otras, del hijo de Romeo Toss, de quien sabe cuntos otros que se acos taban de noche y de da no estaban, del aparato japons y la mujer del Nacho Silvera, por ms que se alegraba, dijo, de que el chori cero se hubiera fugado, burlando seguramente hasta la guardia de la frontera para pedir asilo en algn pas ignoto y, desde all, or ganizar una buena invasin para rescatar el aparato de onda corta y, si tena suerte, tambin a su mujer. No seas guarango , dijo ella, amarga y ceuda. El Nacho est en Buenos Aires trabajando con los tteres. Y si vos hubieras tenido un poco de cabeza, tendras que haberte ido con l. Tarde o temprano te van a joder . Con tu pinta y con mi coraje habr un sitio para los dos en es te m undo... , dijo Johnny, repitiendo con suavidad la frase que sola decir el choricero cuando divagaba sobre los viajes por Am rica. Ahora ya no tiene sentido. Te estn vigilando , dijo ella. Hablaban sin mirarse, codo con codo sobre el mostrador. Cada tan

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to la Terel meta un dedo en el vermouth casi intocado y luego lo chupaba, logrando con ese gesto infantil quitarse de encima el aire de tragedia que tanto impresionaba a Johnny, desde que la Terel le recordaba a cierta traicin que torturaba durante noches enteras a Mara Flix por culpa de Pedro Armendriz, tipo duro como una piedra mexicana, que al final se mora. No me importa , dijo l, sin preocuparse de mirar alrede dor. Se senta muy cmodo con el acento fatalista que estaba usan do, propio de los que estn viviendo una situacin irreversible lar gamente esperada. Vos te cres que me importa? No, Tere, no me im porta... , volvi a repetir. A continuacin le aflor una voz ronca para decir que nadie le iba a hacer cambiar de parecer. Que ellos queran hacer de l lo mismo que intentaron los nazis, cuan do trataron de convertir a un tosco y pobre paisano de las canteras de Rumania, en un ejemplar perfecto de la raza aria. Y a m no me van a agarrar de elefantillo de Indias.. , termin diciendo Johnny. De dnde diablos sacaste todo eso? , sise la Terel, aguantando la risa. Yo mismo lo vi en una pelcula , dijo Johnny con la sufi ciencia de quien ha ledo un libro que nadie tiene. Era Anthony Quinn en La hora veinticinco . Quieren hacer lo mismo contigo? , pregunt ella. No. Pero me quieren convertir en un fenmeno, en un can tante de boleros para ganar todos los festivales del verano. Es casi lo mismo , dijo. Tal vez tengas razn, Johnny , dijo ella. La tengo, claro que la tengo , dijo l, No voy a ser el terne ro de dos cabezas de Mosquitos . Apenas termin de decirlo le peg un tingiazo a la botella de cerveza, como para que le respetaran el drama. Eso es monstruoso , dijo ella, pensando en el ternero. Pero existen , dijo el negro. Se qued un momento en silen cio y luego rememor para la Terel el nico viaje que haba hecho con la rubia Dina en su vida. Un mes de abril a Minas, a la fiesta de

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la Virgen del Verdn, una algaraba con venta de velas e indul gencias, humareda de fritangas, msica de rgano y nmeros de rifa en una cmoda zona sagrada donde poda rogarse al cielo a voluntad y al mismo tiempo divertirse en la tierra con timbas, pa yadas de contrapunto y borracheras. Pero, ms que nada, Johnny recordaba la fiesta del Verdn por un viento limpio que soplaba sobre los feligreses y por un par de sujetos con aspecto de predi cadores de Georgia, que invitaban a gritos a entrar a una carpa chingada y conocer los ltimos castigos de Dios . Que en reali dad no eran ms que uno solo. La cudruple mirada de un ternero embalsamado, con dos cabezas perfectas, encontrado en la Que brada de los Cuervos y muerto presumiblemente cuando el pobre animal intentaba decidir sobre sus pasos. Un fenmeno de la naturaleza, un castigo de Dios decan los muy hijos de puta , dijo Johnny. Y esto es igual, hay gente que lo confunde a uno con un ternero de esos . La Terel vivi un escalofro, aproxim su pierna caliente a la de l, y le comunic que lo quera mucho por eso, que siempre ha ba credo en Johnny Sosa, que algn da todo el pueblo de Mos quitos se concentrara en un quilombo bien perfumado y adornado con serpentinas y farolitos chinos, slo para verlo cantar otra vez al mejor estilo de Lou Brakley. El agua estaba clarita y cay mierda a la cachimba , dijo Johnny, viendo aparecer como por encanto, al otro extremo del mostrador, entre dos sujetos de cabeza esquilada, a la figura ape nas descollante del tipo de bigotillos erizados. Esta noche quiero cantar , dijo. Traeme la viola, T ere... El casi enano se alisaba un grueso saco de pana azul con una pequea pluma de cotorra en la solapa y cuando termin de hablar con los sujetos, encendi un cigarrillo y se sent en una mesa pr xima, a esperar. Pareca ignorar que el negro se encontraba de pie, envarado a pocos metros de l, esperando a que la Terel trajese la guitarra del aparador de la trastienda. Cuando levant sus ojos abotona dos. Johnny ya haba pateado a un lado los diarios que cubran la

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tarima y daba cuatro pasos de ida y vuelta, familiarizndose con el escenario, hasta que la Terel volvi con el instrumento. Ests loco, mi negro , dijo ella con los ojos brillantes. El negro Johnny pens que la bruida Black Diamond era una buena guitarra, que la Terel era una linda mujer y que el Chantecler era el mejor quilombo del pas. Antes de volver a su sitio en el mostrador, ella aprision levemente su cara de bano con las dos manos, lo bes, le conoci los dientes con su lengua nutrida y Johnny goz en un instante de la intensidad de aquellos pobres aromas nocturnos que le limpiaban el alma. Cuando estuvo listo, se dio vuelta hacia el auditorio. A una cuadra de distancia los perros del barrio oscuro levantaron las ore jas ante al aplauso cerrado que naci detrs de la mortecina luz ro ja del Chantecler . Cuando escucharon el denso rasguido de la Black Diamond , volvieron a reclinar sus cabezas en la tierra porque saban de qu se trataba. Tendras que ver esto, Dina , pens el negrazo, decidiendo que no principiara la actuacin ni con Melancola sobre tus ro dillas, ni con Soledad de diablo loco, ni tampoco cantara en aquel idioma que slo l conoca y que sin embargo, todos lo que vivieron sus mejores pocas sobre la tarima entendan sin necesidad de las leyendas en espaol que tenan las pelculas. Es una vieja cancin de mis primeros tiempos y que tal vez alguno de ustedes conoci en la versin de Tony Rovira , explic Johnny, mientras afinaba las cuerdas con levedad. Luego pas la lengua por los labios y dedic una inexpresiva mirada a la mesa donde estaban los dos sujetos y el casi enano con su saco de pana azul. Se trata de Mata Hari de domingo y dice as... , dijo y des carg una escalera de sonidos graves y almbricos, tan buenos pobladores del ambiente que a nadie se le hubiese ocurrido sus tituirlos, como hacan otros cantantes, con el aparatoso y degrada do prembulo de una batera. Da gusto verlo , dijo Mara Teresa de Australia, comin dose las uas desde la falda de un empleado del Correo.

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Tiene genio, el negro, la linda desfachatez de los cara duras , dijo filosficamente el hombre que pesaba las cartas, co menzando como todos a disfrutar de aquel zamarreo de rodillas que lograba que las estrofas saliesen de la bocaza de Johnny, tal como si un ngel interior se las separase en slabas antes de sol tarlas a la noche: De-bes darte por ven-ci-da/ si me quie-res a-tra-paaar/ sal-e ya de mi ca-minooo,/ no soy co-mo los dem aaas... Cuando la frase descendi al silencio absoluto para dar paso al estribillo, Johnny aplic la mano abierta sobre las cuerdas y complet el vaco cerrando los ojos un instante. Saba que al abrirlos, si los diriga a las mujeres, poda reeditar el her moso fenmeno que haba observado en algunas pioneras del Oeste, cuando tras cruzar el desierto, levantaban sus miradas he roicas y se cargaban de deseos de parir al avizorar las primeras poblaciones de California, Sin embargo, no recurri a esa artimaa. Con una sonrisa im pecable, la constelacin de Orion aparecida fugazmente entre dos nubes, levant los prpados y clav sus ojos en el hombre de bigotillos erizados para seguir cantando: Mata Hari de domingooo.../ donde cre-es tu que vaaas... / pa-ra andar te fal-ta estilooo... / y destino para llegaaar.. " . El casi enano enarc una ceja. No le gustaba que le dedicaran canciones y menos un negro traidor que se estaba burlando de la buena voluntad del coronel Valerio y de todas las enseanzas del maestro Di Giorgio destinadas a hacer de l un ejemplo para los artistas nacidos bien de abajo. Uno de los sujetos vaci la ginebra de un tirn y se levant con suavidad, saliendo con la cabeza gacha entre la gente, como si no quisiera molestar. Johnny descarg un nervioso temblor sobre el acorde final y repiti con irnica ternura: No me in-quieta co-nocerte/ tu-no-sa-bes-quin-soy... yoooo , hasta que se apag mientras los aplausos le acentuaban la brillantina del rostro. Con paso gil, entre los comentarios alegres y el ruido de los vasos, descendi del escenario y se aproxim a la Terel que llora ba abiertamente sobre sus brazos apoyados en el mostrador.

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El negro Johnny le apret el hombro, simul que la calmaba, que ponderaba la mejor forma de darle calor humano, esperanza de que todo iba a salir bien. Pero como ella dramatizaba demasia do, sac el pauelo, se cubri con l la boca durante un instante y luego hizo un hmedo montn que puso entre las manos de ella. Cuidame esta sonrisa hasta que vuelva , dijo con suavidad, antes de desaparecer en la trastienda con la guitarra en la mano y el corazn acelerado. Tal como lo haba sospechado, al trasponer la cortina de tra pos Johnny se encontr cara a cara con el hombre que haba aban donado la mesa poco antes del final de la cancin. Estaba solo, tena una mano puesta en la cintura y la otra ex tendida en el aire, como si perteneciera a un brazo de madera dif cil de bajar. Perdiste, hermano , dijo el tipo de cabeza esquilada. El coronel quiere la guitarra y los dientes . A Johnny se le sec la garganta y sinti miedo. A sus espaldas las conversaciones volvan a tomar la consistencia gris y neblinosa de los sitios condenados, de modo que se decidi impulsivamente y le extendi la guitarra. No fue un forcejeo. Pero el cabeza esquilada no esperaba que el negro intentase retenerla un segundo en el cambio de manos, una resignada advertencia de lo inapreciable de aquella entrega, ni menos an se iba a imaginar que un acorralado le dedicara, precisamente en ese instante,una sonrisa cuajada entre el nervio y la tristeza. El pelado, sencillamente, se desconcert. A decir verdad, la mueca de tenebroso vaco que estaba viendo, de labios entreabier tos como una cueva, en nada se asemejaba al gesto universal de los felices. Y los dientes? , dijo incrdulo, con la expresin infantil del que ha vivido una noche de ilusin en uno de esos circos brasi leros. Johnny encogi los hombros y al sentirlo muy distante, al comprenderlo tieso y aferrado con las dos manos al brazo de la

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Black Diamond , pas a su lado con la espalda encorvada. Y como si no hubiera problemas de ninguna especie, apenas con un lejano recuerdo para Lou Brakley cuando se despidi de su madre apretando bajo el brazo aquel famoso libro sobre la bsqueda cien tfica del rostro de Jess y se meti en el bao de su casa de Illi nois, Johnny se encamin sin ruido a los meaderos del patio. Una vez adentro, cerr la puerta pintada a la cal con la aldaba que haba hecho instalar la Terel para que los hombres no molestasen a las mujeres. En ese instante fue que aparecieron el casi enano y el otro. Se enfurecieron entre ellos, recrearon la temible impotencia de los allanamientos frustrados y se enrostraron a gritos desobediencias y diferencias de grado. Al fin, con todos los defectos a la vista, se pusieron de acuerdo y al grito de que haba que encontrar aquellos dientes carsimos del negro, los tres estuvieron un buen rato re ventando a fuerza de hombros la puerta blanca del bao. Cuando pudieron entrar con el de bigotillos erizados prome tiendo a Dios que iba a cagar a tiros al negro all mismo, sobre la taza de la necesidad, slo encontraron el tibio olor del amonaco sin dueo, cada vez ms tenue a medida que se fugaba por la ventana abierta del meadero. Para entonces, bajo un cielo negro y sin estrellas, donde slo un menguante de la luna brillaba con cierta humanidad, el negro Johnny estaba sorprendentemente lejos. Corra como un enloque cido, bolendose una y otra vez sobre los alambrados o volando tortuosamente sobre chacras interminables, respirando la madru gada a todo lo que le daban sus piernas hechas para bailar. Y por ms que se alejaba de Mosquitos a campo traviesa sin haber tomado la precaucin de averiguar dnde diablos quedaba la frontera que haba cruzado el Nacho Silvera, igual, en medio del resuello y los escozores viscosos de la disparada, se dio el placer de dibujar una sonrisa ms bien oscura pensando que por primera vez en su vida, por ms que no hubiera esperanza de festejarlo, y por una noche al menos, el ternero de dos cabezas los haba jodido, bien, pero bien jodido.

Se termin de imprimir en prisma ltda., gaboto 1582, Montevideo en el mes de junio de 1991. Edicin hecha al amparo del art. 79 de la ley 13.349 (Comisin del Papel) D.L. 241.014/91

PORTADA: Villa.

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